Alemania, cambio de piel
No hay que exagerar ni inventarse un futuro desolador, tampoco tiene sentido gritar que viene el lobo, pero es inevitable inquietarse. El partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD) ganó el domingo las elecciones en Turingia con el 33% de los votos y obtuvo el 31% de apoyos en Sajonia, quedando así en segundo lugar y solo un punto por detrás de los democristianos de la CDU.
Ambos Estados formaban parte hasta la reunificación —1990— de la antigua RDA, aquella efímera República Democrática Alemana que apenas duró poco más de cuatro décadas.
Turingia tiene casi dos millones de habitantes y Sajonia, cuatro, así que solo representan el 7% de la población del país (83,3 millones). La AfD va a tener, además, difícil gobernar: existe una suerte de cordón sanitario que impide que el resto de los partidos apoyen a una fuerza que no esconde sus simpatías por el pasado nazi de Alemania.
Otra cuestión a tener en cuenta es el crecimiento en ambos Estados del BSW (siglas en alemán de Alianza Sahra Wagenknecht), un partido de extrema izquierda que surgió hace nueve meses como una escisión de los poscomunistas de Die Linke y que ha sido la tercera fuerza con un 15,8% de votos en Turingia y un 11,8% en Sajonia. La AfD y la BSW están situadas en extremos ideológicos opuestos pero comparten el odio al inmigrante y las simpatías por la Rusia de Putin.
Fue en Turingia donde el 8 de diciembre de 1929 el NSDAP —el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán— triplicó el porcentaje de votos que había obtenido un año antes, en mayo, en las elecciones generales y colocó por primera vez a uno de sus miembros en un Gobierno regional. Fue un impulso importante —quizá se lo calificó entonces de simbólico— para que alcanzaran el poder unos años más tarde.
En su biografía de Hitler (Crítica), Ian Kershaw cuenta que en aquel momento a los nazis les funcionó bien el enorme resentimiento de la comunidad campesina y también el éxito que tenía su líder entre los estudiantes.
"En aquella época las ancianas campesinas llevaban la enseña del partido en sus batas de trabajo", escribe, pese a que estaba claro que "no tenían ni idea" de sus objetivos. "Pero estaban seguras de que el gobierno era incompetente y de que las autoridades estaban despilfarrando el dinero de los contribuyentes. Estaban convencidas de que sólo los nacionalistas podrían salvar a la gente de esta presunta miseria".
Hay quienes hoy están pensando lo mismo, y no solo en Alemania, y tienen de su lado a muchos jóvenes y algunas toneladas de aquellos que hoy se sienten postergados en los Estados de bienestar.
Poco a poco, va desplazándose el centro de gravedad, y son cada vez más los que desconfían del sistema y empiezan a creer en "pregones de feria primitivos y populistas", y en esa "política de lo grotesco" que se sostiene en un "campanilleo de verbena, gritos de aleluya y mantras de consignas monocordes" que acaban con la gente "echando espumarajos por la boca".
Los entrecomillados son de un discurso de Thomas Mann. Lo pronunció en Berlín en 1930, lo tituló Un llamamiento a la razón y procuraba con él dar respuesta a los avances de Hitler y los suyos. Le preocupaba el cambio de piel en los alemanes de su tiempo.
Se respiraba la sensación de una transformación fundamental, decía "que anunciaba el fin de la época burguesa y de su mundo de ideas, o sea, de aquellas que datan de la Revolución Francesa". Mann seguía confiando en un puñado de palabras, "Libertad, igualdad, educación, optimismo y fe en el progreso", que son las mismas que también hoy empiezan a perder prestigio.