Clausewitz entre nosotros
Conviene preguntarnos por lo que colectivamente estamos viviendo y por lo que puede depararnos un futuro no tan lejano. Lo primero que podemos observar es la creciente polarización de nuestra sociedad
Una de las características de los tiempos de cambio es el uso de analogías para comprenderlos. Ante la falta de referentes para entender lo que sucede con los actores o espectadores de esos períodos, es común –cuando no de plano indispensable– echar mano de modelos, marcos o metáforas para ordenar lo que se suscita en el presente discontinuo. El mundo que nos ha tocado vivir tiene indudables condiciones de cambio. A nadie escapa el reacomodo de toda o parte de la geopolítica, la intensidad de los procesos migratorios y sus efectos, la irrupción tanto de formas como de modos políticos, la presencia al igual que la sofisticación de todo lo vinculado con el consumo y tráfico de drogas, los temores sobre la destrucción del planeta, así como de la vida misma, o la cantidad y calidad de inserciones y rasgaduras, además de huecos en lo que considerábamos un tejido social adecuadamente hilvanado.
La necesidad de explicar lo que acontece nos ha llevado a echar mano de diversas categorías alegóricas o simbólicas. Los líderes nacionales y mundiales son revisados a la luz de conceptos religiosos, místicos o psicológicos. Sus acciones dejaron de mirarse con metáforas deportivas para serlo con alegorías de batallas. El tiempo actual se ha asemejado al de Weimar o, más cercanamente, a los convulsos años 70 del siglo pasado con todas sus cargas de descolonización, derechos humanos y otros quebrantamientos a los paradigmas de autoridad.
En México no hemos escapado de estas necesidades conceptualizadoras. En ellas nos va la posibilidad de entender lo que nos pasa y de prepararnos para enfrentar tanto algunas oportunidades como ciertos riesgos. Dicho de otra manera, para estar en la vida. El presidente de la República ha sido considerado redentor, narcisista o persona con desvaríos históricos. Las desapariciones, como fenómeno; y las personas desaparecidas, como realidad, han sido asimiladas con espectros o ausencias fantasmales. Los opositores al régimen han sido porfirianos decimonónicos, calderonistas a ultranza o modernos fifís. Con independencia de que pocos sepan aquello a lo que aluden tales invocaciones, vivimos un tiempo en el que esas y otras manifestaciones cotidianas han sufrido encuadres semejantes, transformando viejas categorías o creando algunas otras con expresiones o sensibilidades más actuales.
En esta dinámica de cambios y entendimientos, conviene preguntarnos por lo que colectivamente estamos viviendo y por lo que puede depararnos un futuro no tan lejano. Lo primero que podemos observar es la creciente polarización de nuestra sociedad. Un tiempo en que el régimen actual ha logrado, simultáneamente, dar expresión a muchas de nuestras diferencias históricas y generar algunas otras. Obvio es señalar que estas expresiones no tienen nada de particular en un proceso político. En lo que sí hay diferencias es en lo relativo al agrupamiento de una diversidad de intereses de distinto y diferenciado orden dentro de ese proceso político. Dejando de lado las pintorescas frases sobre el modo de barrer la corrupción o el pañuelito blanco que certifica la terminación de ese fenómeno, lo cierto es que en nuestros últimos años se ha consolidado una red de intereses que, desde el poder político, juegan en contra del Estado, de los gobiernos y de la cosa pública en general.
Los servidores públicos que participan en negocios privados se han incrementado considerablemente; los agentes privados que se benefician de los recursos públicos han seguido idénticas trayectorias, sea de un modo relativamente autónomo o como parte correspondiente del propio servicio público. Las redes de protección criminal resultan cada vez más difíciles de distinguir de las que debieran ser legítimas redes de protección social y ciudadana. La precarización de lo público no se compadece en absoluto en el discurso oficial expresado por las distintas voces que componen ya un coro previsible y predecible. La promiscuidad existente entre lo público y lo privado es imposible de ocultar. Las Fuerzas Armadas ocupan espacios crecientes y diversificados con una lógica propia. Las redes formadas, así como aquellas que se encuentran en formación incidirán determinantemente en el futuro inmediato, especialmente en las decisorias elecciones del año entrante. Quienes directa o indirectamente forman parte de esas redes público-privadas perciben ya que su salvación pasa por el mantenimiento del poder público; lo que a su vez, implica enfrentar a sus adversarios en todos los campos, en todas las situaciones y con todos los instrumentos a su alcance. Los detentadores del poder han asumido que la pérdida del poder público-privado puede transformarse no sólo en el desprestigio o la irrelevancia, sino en concretos actos jurídicos contra su libertad, o contra su patrimonio o el de sus cercanos.
Para explicar la gravedad de lo que aquí quiero decir recurro —y por ello el preámbulo sobre el uso de categorías extraordinarias para entender tiempos extraordinarios— a lo dicho por Carl von Clausewitz en su libro De la guerra. Para él, ésta es un duelo amplificado que exige el empleo de la fuerza física sin miramientos, a fin de evitar que el enemigo adquiera superioridad. Una situación en la que los adversarios “fuerzan la mano del otro” para dar lugar a acciones recíprocas que teóricamente llegarán a los extremos”. Como señaló René Girard (Clausewitz en los extremos), aun cuando este uso ilimitado de la fuerza es la primera acción recíproca, a ella debe sumarse el desarme del adversario y la voluntad extrema de destruirlo. Se trata de una fantasía en la que la única posibilidad admisible es la completa y total destrucción de quien es tenido como enemigo. A ello no puede seguir sino el escalamiento del conflicto fuera de la mecánica newtoniana, pues la respuesta a la agresión no será de la misma magnitud que la ofensa recibida o percibida. Solo así quien participa del duelo supondrá que obtendrá todo y, su contrario, nada. Premios, poder y beneficios frente a cárcel, destrucción o destierro impuesto con la violencia ejercida por el poder público que se controla, por la delincuencia aliada o por propia e impune mano.
Las salidas a la escalada son dos. La más gravosa, la guerra civil generada por quienes consideren actualizados los supuestos que pueden soportar de sus enemigos. La literatura sobre tan comunes conflictos de nuestro tiempo da cuenta de los disparadores de este tipo de conflictos (por ejemplo, Barbara F. Walter, How Civil Wars Start and How to Stop Them). La ferocidad de las discrepancias derivadas del valor otorgado a lo disputado, lleva las cosas a graves violaciones a los derechos humanos de los participantes.
Fuera de esta posibilidad extrema, el propio Clausewitz señaló la paradoja de la escalada misma: la reaparición del objetivo político de la sociedad en conflicto. Si para este autor, recordémoslo, la guerra es la continuación de la política por otros medios, la política puede ser también la continuación de la guerra por otros medios. La materialización de esta salida pasa por una desescalada de las acciones de ambos participantes y estas acciones, por la comprensión del objetivo finalmente en juego. En sus palabras, “El objetivo político de la guerra vuelve nuevamente a primer plano a medida que la ley pierde su fuerza y esa intención (desarmar y derrotar al enemigo) no llega a hacerse realidad. Si lo que tenemos que considerar es un cálculo de probabilidades sobre la base de personas y circunstancias definidas, el objetivo político, como causa original, debe ser un factor esencial en este proceso”.
La acumulación de problemas pasados y la aparición de otros nuevos con sus propios actores, intereses y expectativas, ha dado lugar a un conflicto entre quienes tienen el poder o quienes pretenden arrebatárselo. Unos y otros han visualizado los riesgos y los costos de su derrota. Es muy probable que en los próximos meses asistamos al escalamiento de sus acciones recíprocas. La contaminación de mucho de lo público con los intereses privados de carácter delincuencial augura violencias por, contra y sobre la institucionalidad estatal. La disyuntiva entre el acrecentamiento de la conflictividad hasta llegar a la lucha fratricida es una opción. También lo es la visualización y la recuperación de lo político como objetivo central de convivencia de todos. El proceso está abierto y, con él, sus posibilidades. La salida es la política, desde luego no entendida como una escapatoria exclusiva y excluyente para dominar y desaparecer a quienes, precisamente mediante ella, han identificado y constituido como enemigos.
Usuario en Twitter: @JRCossio