Combate de titanes

No vale solo con gritar cuando el poder nos golpea. Hay que entender de dónde viene el golpe, hacia dónde apunta, porque si no, le dejamos el camino libre. Por ejemplo, ¿qué tiene que ver el ataque de Trump a las universidades con su ofensiva arancelaria? Volvamos a su discurso de investidura, a la anunciada revolución ideológica que redefinirá las coordenadas de nuestro sentido común. La ilustración oscura no va solo de hacer políticas distintas, sino de decidir qué cuenta como verdad, qué instituciones son legítimas, quién merece la confianza. El mundo liberal de posguerra se organizó alrededor de reglas comunes impuestas desde Occidente: el libre comercio como motor de crecimiento, la ciencia como guía de la acción pública, el multilateralismo como marco para resolver conflictos y la globalización como esperanza de progreso universal. Hoy asistimos a la carrera para dejarlo atrás y sustituirlo por un nacionalismo de pasiones fascistas.
Los expertos son reemplazados por el pueblo y sus enjambres; la ciencia y los hechos por narrativas conspiranoicas y emocionales; el comercio se torna en proteccionismo, el multilateralismo en bilateralismo de la fuerza. No es solo un movimiento reaccionario, sino una genuina revolución ideológica para ponerlo todo patas arriba: la sustitución de una lógica racional, internacional y tecnocrática por otra afectiva, nacionalista y autoritaria. La energía se concentra en negar todos los marcos que posibilitan un diálogo racional. "Las vacunas son control social", "el libre comercio es una trampa" o "la Corte Penal Internacional es un instrumento de los enemigos" son eslóganes que deslegitiman la ciencia, el orden económico y la justicia y el derecho internacionales, los tres fundamentos de lo que, hasta hace poco, entendíamos como conocimiento, nuestra comprensión del mundo, las bases sobre las que discutíamos la realidad.
La revolución ideológica de Trump rechaza los marcos internacionales establecidos. China no es solo una competidora económica, sino una amenaza a su liderazgo global. La separación violenta de esas dos economías y sistemas interconectados, su desacoplamiento, pretende un espacio donde EE UU pueda actuar sin restricciones, imponiendo su visión de las relaciones internacionales. En lugar de basarse en razones económicas, el desacoplamiento (si es que este fuera posible) apela a una sensación colectiva inducida, la de que China gana a expensas de EE UU, y a la necesidad de recuperar el control sobre sus intereses nacionales. Esa es la lógica emocional y simbólica que Trump promueve. Mientras China se beneficiaba del libre comercio y la globalización, EE UU perdía posiciones clave: empleos industriales, tecnologías estratégicas y su posición dominante en el comercio global. Trump es un trilero que destruye las reglas porque sabe que no puede ganar lo suficiente dentro de ellas y está perdiendo frente a una China que ha sabido adaptarse y aprovechar el sistema de manera eficaz. Europa es el laboratorio más avanzado de un orden basado en reglas y consensos, por eso hemos recibido el golpe de lleno. La pregunta es qué debemos hacer en mitad de este combate de titanes. No podemos ignorar a China, nuestro segundo socio comercial. ¿Pero es posible una relación multilateral con ella en la que defendamos los intereses europeos mientras navegamos la tormenta de la competencia geopolítica global? Se llama autonomía estratégica, que no es un concepto, sino una práctica en la que somos meros aficionados. Igual es hora de que nos atrevamos con ella.