Cuando cobremos
Uno de mis hijos me pidió ayer que le comprara una calabaza llena de caramelos que le vio a otro crío en el parque. Le respondí que no, así que se puso de morros, y la niña que estaba en el columpio de al lado, una habitual del tobogán y el balancín, le miró muy seria y le dijo que no se preocupara: "Cuando cobremos en casa yo te la compro", sentenció.
Aquel gesto de camaradería infantil marcó mi tarde. Tanto para bien, por su ternura, como para mal. Me fui de allí pensando en la de veces que esa niña habría escuchado aquella máxima hasta registrarla. En las casas de la clase obrera se dice "cuando cobremos" en dos tesituras: como excusa para no comprarle algo a un crío una calabaza con caramelos o un chándal de marca, según la edad o de manera sincera, porque, hasta que no llegue la nómina, no se puede hacer frente a reponer las gafas o a arreglar la caldera.
Yo misma la oía a veces, sobre todo cuando mis padres se separaron, porque divorciarse y seguir viviendo dignamente es un privilegio de clase. Otra que también oía era "míralo con ojos de misericordia". Me la decía mi madre cuando, ya en la adolescencia, me daba dinero para salir.
Yo, de momento, nunca he tenido que decirle a mis hijos que miren con ojos de misericordia un billete de 20 euros. Justo cuando nacieron, un golpe de suerte me convirtió en un unicornio: alguien que, rozando los 30, mejoró la posición social de sus padres.
Entre las generaciones anteriores era bastante habitual. Ahora, los que conseguimos montarnos en un ascensor social que lleva décadas averiado somos seres casi mitológicos.
Y supongo que quedaría bien decir eso de que uno nunca olvida de dónde viene, pero el caso es que sí lo hace. Yo llevo tan solo un par de años siendo clase media -es decir, no teniendo que oír ni pronunciar "cuando cobremos"- y ya se me ha olvidado un poco.
Me di cuenta cuando anunciaron en la tele unos préstamos desde los 100 euros y me pregunté quién narices necesitaba un préstamo de 100 euros hasta que, segundos después, me di cuenta de que estaba rodeada de potenciales clientes. Y lo ratifiqué con la punzada al corazón que me provocó el comentario de la niña del columpio.
De las niñas a las que no les falta de comer ni de vestir pero que crecen escuchando "cuando cobremos" apenas hablan en el Congreso ni en los periódicos. Tampoco suelen salir en las series, porque vende más un drama épico que uno ordinario.
Esa miseria tan digna que es la del pobre con nómina, en la que somos campeones de Europa, no viste mucho. No va uno a hacer un reportaje o un discurso hablando de Carmen, que cobra 1.100 euros y se queda sin dinero el día 8 de cada mes, en cuanto paga la letra que le ha subido un 10% y el préstamo que pidió para los dientes, ingresa la luz y hace la compra.
O de Martín, al que no le pueden pagar las excursiones del cole ni las extraescolares desde que su padre se quedó en el paro. O de los García, que no pueden comprar fruta alegremente ni ponerle aparato a los críos.
Si les pregunta el CIS, muchos de ellos dirán que son clase media. Porque es lo que nos venden, que clase media es quien cobre entre 12.000 y 34.000 al año, llegue o no a fin de mes. Porque, a fuerza de que sus historias no salgan en la tele ni estén en la agenda, incluso ellos mismos piensan que pobres no son; pobre es solo quien cruza el Estrecho o malvive en la Cañada Real. Y, sobre todo, porque les han contado que la vida es eso: trabajar no ya para vivir, sino para intentarlo.