El caso Yucatán y el fenómeno Sheinbaum-García Harfuch
Tierra de mi madre —Miriam Molina, una extraordinaria museógrafa, curadora y promotora de las artes plásticas—, he vivido un par de veces en Yucatán: la primera vez residí dos años en Mérida (1995-1997) y la segunda ocasión un año (1999-2000). Malamente habituado a las vorágines chilangas, a las constantes oleadas de inseguridad que en aquellos tiempos afectaron a tanta gente (incluidos miembros de mi familia, amistades y colegas), me impactó mucho la tranquilidad de la vida allá. La gente caminaba por las calles sin temor alguno: podías andar de madrugada y nadie te hostigaba, nadie te atemorizaba. Nadie temía subirse al transporte público y ser despojado de sus pertenencias. Nada de padecer el aterrador "Cámara, ya se la saben, perros" de nuestros días. Nadie estaba paranoico al entrar a un cajero. Nadie volteaba a todos lados en un restaurante callejero por miedo a un asalto. Nadie se preocupaba de que le fueran a robar el coche o de que le dieran un cristalazo para hurtar algún paquete dejado en el asiento. Ningún comerciante se quejaba de extorsiones. No había sicosis a causa de la violencia y nadie se tiraba al piso al primer estruendo, porque no había balaceras y ejecuciones.
Y las cosas siguen igual de bien 23 años después (28 años, desde mi primera estancia). Revisemos los datos del año pasado en Yucatán, donde hoy viven alrededor de dos millones 600 mil personas: homicidios dolosos, 39. Con arma de fuego, siete. ¡Siete en un año! Ni una ejecución al mes. Secuestros, cero. Extorsiones, 10 en todo el año. Robo a transeúnte: 62 en todo el año, cinco al mes. Robo en transporte público, uno. ¡Uno! A negocio, 74. A transportista, cero.
La gente, al menos todas las personas que yo conocí y que no fueron pocas (trabajaba en el diario Por Esto y colaboraba aportando algunas locuras creativas en una embotelladora de Pepsi Cola), respetaban a la policía municipal y mucho más a la estatal. Los yucatecos confiaban en sus cuerpos de seguridad.
En fin, y a todo esto, ¿cómo está nuestra tremenda y amada Ciudad de México, que es como un estado? Veo que en 2022 se logró la tasa más baja de homicidios dolosos desde 1989: 8 por cada 100 mil habitantes. Es una reducción considerable, porque en 2018 la tasa estaba en 16 (a nivel nacional la reducción en el mismo periodo fue de 29 a 25). Veo que Chilangolandia ya se encuentra entre las siete entidades con menos homicidios por 100 mil habitantes (Yucatán encabeza la lista). Veo que el promedio de homicidios dolosos en la Ciudad de México cayó de 5 homicidios diarios que se cometían a finales del 2018 y principio del 2019 a 1.5 asesinatos diarios registrados este año. Veo que en 2018 se registraron 1,469 homicidios en Ciudad de México y en 2022 fueron 742 (dos por día), una baja de 49% (a nivel nacional la disminución fue de 12%). Son datos del INEGI sustentados en registros de defunciones. Veo que del total de delitos de alto impacto entre enero-mayo de 2023 ha bajado 58% si lo comparamos con enero-mayo de 2019, los primeros seis meses de Sheinbaum.
Suponiendo sin conceder que ella fuera presidenta a partir de 2024 (en la política mexicana puede ocurrir cualquier cosa), tal como marcan las encuestas el día de hoy, la dupla que ha formado con Omar García Harfuch (un policía de carrera, un policía duro, en el mejor sentido de la acepción policial), resulta esperanzadora. Ni en Yucatán ni en Ciudad de México hicieron falta militares: han bastado policías.
Espero que García Harfuch no escuche el canto de las sirenas y no caiga en la tentación de contender para el gobierno de Ciudad de México, porque desperdiciaría la oportunidad de su vida (que también podría ser la de México): intentar un gran cambio en la política de seguridad del Estado, que en los últimos tres sexenios ha estado centrada en los militares. No es poca cosa semejante sueño, pero eso sí: ella y él deben aspirar a los índices yucatecos.