El problema no es decir quién es peor
Precisión de conceptos… y de trayectorias. No tengo mayor aprecio por la estructura de la personalidad ni por el sentido de justicia de Ernesto Zedillo. Tampoco por su forma de conducirse para llegar al poder, en el poder y después del poder presidencial. Pero suscribo sus palabras en la Conferencia Anual de la Asociación Internacional de Barras de Abogados, así como en su entrevista de ayer con Ciro Gómez Leyva. Sus juicios no son originales.
Muchos los hemos compartido por muchos años. Pero, en buena hora, adquieren hoy vasta dimensión por el foro en que fueron expresados y por los blancos en que impacta la voz del expresidente. Claro. Puedo coincidir con los cuestionamientos de Ciro y de otro periodista: Pablo Hiriart, a la tardanza del expresidente en salir en defensa de la democracia: cuando ésta ya agoniza tras los atentados seriales sufridos en el sexenio del todavía presidente López Obrador, con el silencio de Zedillo.
Y tengo recuerdos para convenir y hasta agregarle datos a los señalamientos de Pablo sobre expresiones previas a su presidencia y episodios de su presidencia que no se compadecen con su preocupación de hoy con el “frágil estado de derecho”, finalmente hecho añicos por AMLO, como lo sugiere EZ.
Tampoco se puede coincidir con la presentación del expresidente como autor de la democracia mexicana, blof que enmendó al día siguiente en su entrevista con Gómez Leyva. Pero nada de eso pone en entredicho la precisión de los conceptos del expresidente sobre el saldo trágico para la democracia con el que concluye el presente periodo constitucional.
Incuestionable o cuestionable. Incluso podría abundar yo en un apuntamiento del propio Hiriart y otro de Raymundo Riva Palacio, acerca de decisiones políticas y acciones comunicativas del gobierno zedillista que contribuyeron a catapultar el salto de López Obrador, de un ocasional político pueblerino —oportunista y demagogo, lo descalifica el expresidente— a un poderoso líder populista a punto de fraguar una tiranía política de alcances imprevisibles, como ahora lo advierte Zedillo.
Es más, podría yo hasta enriquecer el apoyo —que me asignó este martes Riva Palacio— e incluso añadir las simpatías de entonces de quien esto les escribe, por aquel joven activista faenando en las acequias del oficialismo de aquellos tiempos, y hoy potencial “tirano”, de acuerdo con quien dejó a la presidencia hace un cuarto de siglo, de cara al presidente que dejará el cargo, no el poder, en 13 días.
En términos de comunicación, el problema se podría resumir en la valoración del mensaje de Zedillo, que sus propios críticos no ponen en duda, frente a la valoración o la desvalorización del mensajero, para unos incuestionable, para otros cuestionable. Y aquí vale parafrasear una ‘cabeza’ de la sección de deportes del NY Times al registrar el lanzamiento de un juego perfecto por un pitcher inconsistente: “Juego Perfecto de Lanzador Imperfecto”, se leía a ocho columnas. Y es que en las presentaciones de Zedillo hay un diagnóstico casi perfecto del presente mexicano, proveniente de un político imperfecto, sí, como todos.
Sesgos. En el debate no podía faltar la reacción de AMLO, con una nueva teoría conspirativa: me trajeron a Zedillo para atacarme. En el mismo sentido, la descalificación, el escarnio, en automático, sobre Zedillo, de cartonistas de La Jornada, me transportaron a la ferocidad oficiosa de la prensa oficialista de las décadas de 1950 y 1960, contra quien osara desafiar al presidente: el acompañamiento vejatorio de los medios a la persecución violenta de huelguistas en 1959, y de estudiantes, en 1968. Finalmente está el sesgo de centrar el debate en las personas, en menoscabo de la encrucijada crítica del país: en decidir quién es peor persona, si AMLO o Zedillo. Y ése no es el problema central.