El silencio del pirarucú
Seiscientos kilómetros río arriba de Manaus está el centro de la Amazonía. Uno de los puntos más remotos del río, inaccesible para los turistas ocasionales de Manaus o Iquitos, inapetente para el viajero casual. Aquí está Mamirauá, uno de los lugares mejor preservados en el Amazonas. Visto desde un mapa, Mamirauá está en el corazón más remoto de esta densa selva. Para llegar aquí se tiene que volar a Sao Paulo, de ahí tomar otro vuelo a Manaus y de Manaus una avioneta a Tefé; de ahí son todavía 3 horas en lancha. El único acceso a Mamirauá es el río, y gracias a ello, este es un oasis de vida en medio de la destrucción y la deforestación de la selva más grande del mundo. Estar “en medio de la nada” nunca es tan geográficamente preciso como aquí.
La mitad del año la selva de Mamirauá se inunda y queda sumergida en el agua creando un ecosistema llamado várzea. Cada especie de aquí ha encontrado la manera de adaptarse. Los jaguares, por ejemplo, son más pequeños y ágiles pues viven entre las copas de los árboles, las anacondas más grandes y poderosas. Aquí abundan también los delfines de río, los tucuxi, versiones miniatura de los delfines de mar, que saltan juguetonamente entre el follaje de la selva convertida en lago, y los botos, esos seres bofos y rosados que ondulan sus aletas sobre la superficie del agua. Son los únicos delfines que pueden girar la cabeza y nadar en reversa, ambas adaptaciones para poder husmear entre las raíces de los árboles de la várzea.
Estoy en medio de esta laguna, rodeado de vida y hay un silencio prístino. No es un silencio científico sino espiritual. Hay miles de sonidos, pero la selva suena a una sola, y ese sonido se parece mucho al silencio. Pienso en Krishnamurti, “no puede haber silencio mientras haya búsqueda”. Aquí hay encuentro. Estoy parado sobre una casa flotante en medio del Amazonas y puedo escuchar abajo de mí el crujido de la madera; son los cocodrilos negros, seis metros de carne, hueso y dientes. Alrededor de mí veo la pulsación de la vida, los caimanes que parece que tienen anteojos, las pirañas que saltan desesperadas del agua, delfines lanzan agua desde sus espiráculos por todos lados y tucanes y halcones que se clavan como flechas sobre la carne morena del río. Todo eso, pero permanece el silencio.
Entonces a lo lejos irrumpe sobre la superficie del agua una piel plateada y roja, es un cuerpo ondulado e inmenso que deslumbra. Son unos segundos, pero el cuerpo asciende en brinco, una boca se abre grande y luego cae con todo el peso de sus tres metros de diámetro y cien kilos de carne. Es un pirarucú, la especie de pez más grande de agua dulce y sin lugar a dudas el rey de este ecosistema. Ese ruido que salpica es el único que irrumpe en el silencio, lo hace sin miramientos, con contundencia y autoridad. El pirarucú necesita respirar oxígeno de la superficie y cada diez minutos sale con estruendo a demostrar su presencia. Su salida del agua ocurre en completo silencio, es su retorno al río lo que anuncia con bombo y platillos, por eso es casi imposible verlo hasta que ya es demasiado tarde, solo el ruido y un esbozo de su larga cola rojiza prueban su presencia. De alguna forma pienso que es el ruido del pirarucú lo que da cuenta del silencio, como la luz que te hace notar la oscuridad, sin el estruendo de este pez, la paz aquí no sería posible.
Está es la única parte de la Amazonía donde esta bestia magnifica abunda. Reglas muy estrictas sobre su pesca lo protegen. Los ribeirinhos locales me invitan a acompañarlos en la pesca. Me da un poco de pena ver la muerte de un pez tan majestuoso, pero sé que ese es el espíritu de esta reserva extractiva de Mamirauá. La selva aquí no es un museo sino una entidad viva con seres humanos que la ocupan y la trabajan, pero que también la cuidan. La presencia del pirarucú en esta zona sería inexplicable sin la presencia de estos mismos pescadores que hoy buscan cenarlo.
Acepto la invitación y me uno al grupo. El pirarucú es demasiado grande para caña o red, por eso se pesca con una lanza de metal y siempre en grupo. La comunidad entera sale en pequeñas canoas en busca de un solo espécimen, uno alimentará a todos durante una semana. La técnica es muy simple, esperar a que el pirarucú salga a respirar y entonces guiarse por el ruido para aventar la lanza. No es tan fácil, el secreto del pirarucú es que no anuncia su salida, solo su retorno. Si fuera por el ruido sería más fácil, pero estamos detrás de su silencio. El pirarucú nos lleva ventaja. De pronto sentimos algo cerca y aventamos la lanza. Hay un momento de confusión y un golpe muy potente estremece nuestra barca, un pirarucú inmenso brinca y de un aletazo voltea nuestra barca.
Estoy flotando en un río infestado de pirañas, mantarrayas, cocodrilos y anacondas, pero el pirarucú me ha dado una lección; “el pez más grande del río, logra serlo porque nunca es atrapado”, dicen en la película Big Fish. En El viejo y el mar, de Hemingway, el pescador tercamente logra su cometido, pero a un costo demasiado alto. En la vida hay peces que no se pueden atrapar, mejor dejarlos ir y ver lo magníficos que pueden llegar a ser en libertad.