Elegir de qué te callas
Más complicado que tener algo que decir es decidir de qué se calla en un momento en el que, desbordados de información y de imágenes, no puede alegarse desconocimiento por ninguna causa
Resulta más difícil callar que hablar, tal como se ha puesto el tiempo. La época exige formarse una opinión a toda prisa y expresarla, para que todas las impresiones cuenten lo mismo y, así, pueda tomarse la confusión por pluralismo. Es buen momento para las creencias, entonces. No podría distinguirse si a la sociedad le faltan referentes o si han quedado diluidos porque, para que se propague un argumento, no se aprecia tanto lo que sepas de él, sino los seguidores que tengas o la audiencia que des. Lo que se valorará, al cabo, serán tus ganas de decir cosas, provocadoras a poder ser, con el beneficio de que nadie recordará lo que vayas a decir —empezando por ti, claro— y, por supuesto, a nadie le importará. Que estuviera de moda el habla no supone que también lo estuviera la escucha, que todo no se puede.
Hablar habla cualquiera, pero lo difícil de veras es callar. Y elegir de qué te callas: al envejecer, lo que visitará nuestras conciencias serán antes los silencios que las frases que hicimos mal o que hicimos a destiempo. Peor que haber dicho algo inconveniente es no haber dicho lo que pensábamos. Eso nos perseguirá hasta el final porque, si es la época del ruido, un silencio causa estruendo: más complicado que tener algo que decir es decidir de qué se calla en un momento en el que, desbordados de información y de imágenes, no puede alegarse desconocimiento por ninguna causa. El gran hermano somos también nosotros.
Fue a señalarlo el papa Francisco el día de Navidad, cuando habló de la guerra de Ucrania y de las demás guerras, a las que olvidamos porque no nos encarecen el gas ni los precios. Tiene razón el Papa, que pelea contra lo más retrógrado de la iglesia por mantenerse como una referencia moral para millones de católicos. Tiene razón al reclamar "gestos concretos de solidaridad" y al denunciar que el mundo está "enfermo de indiferencia" cuando, ahora que nada se ignora, ese supone nuestro verdadero dilema ético: decidir a qué somos indiferentes.
A la mañana siguiente de que el Papa hubiera pronunciado su discurso, EL PAÍS llevaba en su primera un titular a cuatro columnas: "La Iglesia impone el silencio sobre cientos de abusos". Primero fueron 251 casos los que recopiló el diario; luego, 500. La información, firmada por Julio Núñez e Íñigo Domínguez, describía la falta de respuesta de la Conferencia Episcopal un año después de que recibiera el primer informe, pese a que los periodistas llamaron puerta por puerta a las 141 órdenes y diócesis afectadas. Una de las víctimas se preguntaba: "¿Que te jodan la vida sale gratis?". Otra decía: "Esto sigue siendo como Vetusta en La Regenta. Comprendo que mis padres no denunciaran. Si ahora es así, en los años setenta no quiero ni pensarlo". Tiene razón el Papa: la indiferencia es un mal, emparentado con la hipermetropía: se ve antes de lejos que de cerca. En la época del ruido, un silencio causa estruendo.