Elogio de historia en tiempo de memoria

Se cuenta que, durante su primer viaje oficial a México como rey de España en 1978, Juan Carlos I visitó Palacio Nacional donde se conservan alguno de esos maravillosos murales que, en ocasiones, reflejan algunos de los brutales episodios asociados a la Conquista. Ante la cierta incomodidad que invadía a sus acompañantes, el entonces rey Borbón, en una de esas ingeniosas salidas de regate corto que le caracterizaron, espetó: "¡Hay que ver qué brutos eran estos Austrias!".
Más allá de cuanto apócrifo pueda tener la anécdota, sirve para reflejar, por un lado, que la violencia permanece en la memoria colectiva mexicana como herida –cicatrizada, si se quiere, pero también como recuerdo de lo peor de aquel periodo- y, por otro, que la historia sirve para desvelar cuanto sea posible de la realidad pretérita, comprendiendo toda su acrisolada complejidad, con sus aciertos y con sus errores y horrores.
Así, si como es obvio desde un punto de vista académico la petición de disculpa formal realizada por el anterior presidente de México al actual rey de España es improcedente por anacrónica -como han puesto de manifiesto diferentes historiadores-, lo cierto es que, desde un punto de vista simbólico –si se quiere, político-, parece que, para la coyuntura que enfrentan los pueblos que compartimos la lengua de Cervantes y Sor Juana, sería muy positivo seguir la senda que ya han marcado en los últimos años naciones como Inglaterra, Alemania, Bélgica, Holanda o Japón, que, en palabras de sus más altos mandatarios, han mostrado su público remordimiento, arrepentimiento, tristeza o pesar –por utilizar los adjetivos que han enarbolado- por el horror que sufrieron los pueblos originarios de países que padecieron su colonialismo durante los siglos XIX y XX.
Imagino que se insistirá en que los virreinatos no eran colonias, sino parte por igual de los territorios de la Monarquía compuesta de los Austrias, tal y como la definió John Elliott (un rey para diferentes reinos). Dejando aparte, insisto, la cuestión académica, creo que la anecdótica salida del rey Juan Carlos que iniciaba estas letras acertaba en el enfoque. Vivimos en sociedades sideralmente lejanas a las del Antiguo Régimen (estamentales, con cosmovisiones, administraciones y derechos heterogéneos, incluso consuetudinarios), un mundo, el nuestro, libre e igualitarista, con toda la información al alcance de un solo clic. Una realidad, en fin, muy distinta y distante a la de hace varios siglos que poco o nada tienen que ver con la diversidad y exigencia de justicia y respeto que caracterizan a nuestras sociedades y que ha crecido al calor de las conquistas de la contemporaneidad –asociadas, en buena medida, a la democracia liberal-. Parece, por tanto, mucho más sensato y próximo a cuanto nos acontece, seguir la intuición que se infiere del episodio atribuido a Juan Carlos I y tomar posturas políticas, adoptar gestos simbólicos públicos, con la mirada puesta en el pasado más cercano, la complejidad presente y el futuro por construir.
¿Qué lección deja el pasado reciente hispano-mexicano? Sin ánimo de ser exhaustivo, recordaré cómo fue con el siglo XX cuando se recuperó el diálogo perdido con la Independencia. El mestizaje de todo tipo que se entretejió entre ambas naciones enriqueció de manera decisiva la construcción tanto de la identidad mexicana como de la española -como recordarían Octavio Paz en El laberinto de la soledad o Federico García Lorca cuando señaló que "no se puede conocer bien España sin conocer bien América"-.
Los fuegos de la Revolución llevaron a España a distinguidos mexicanos como Alfonso Reyes o Martín Luis Guzmán, quienes ofrecieron algunas de las más sobresalientes muestras de su talento en el contexto de la conocida como Edad de Plata. Los lazos personales construidos entonces resultarían esenciales en adelante. Quizá el símbolo más extraordinario llegó con motivo del fallecimiento de Azaña en Montauban, cuando el jefe de la legación mexicana en Francia, Luis I. Rodríguez, impidió la obscena sugerencia del prefecto a las órdenes de Pétain de que el presidente hiciera su último viaje cubierto con la enseña entonces oficial en España y no con la republicana, como había sido su deseo. El diplomático mexicano arbitró que el féretro llevaría "con orgullo la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección".