Harris, Trump y América Latina: más bosque y menos árboles
Si Washington quiere seguir teniendo influencia en la región, quienquiera que triunfe el 5 de noviembre debería buscar una agenda integral común que beneficie a todas las partes
Una de las cosas que más sorprende de la relación de Estados Unidos con América Latina es la manera como se trivializa y sobresimplifica al sur y al norte del Río Grande. Durante varias décadas el flujo de drogas ilegales ha sido el gran tema, especialmente por la cocaína proveniente de Colombia con tránsito en diversos países de la región, hasta que la industria local, con los opioides a la cabeza, se tomó una parte del negocio y —especialmente— muchos de los titulares.
En Washington, como posiblemente en todas las capitales del mundo, el establecimiento político se mueve con mucha frecuencia al vaivén de lo que la prensa —y hoy las redes— priorizan, pues es lo que sus electores están viendo y a lo que tienen que responder.
Hoy, en medio de la actual campaña electoral, el gran tema es la migración. Los ojos de algunos electores están puestos en cuántos inmigrantes están llegando y cuál es el impacto para el país, en lo positivo y en lo negativo. Algunos se concentran más en lo que cuesta acogerlos y ubicarlos versus lo que generan en impuestos y en lo que consumen. Otros ven lo que Donald Trump resumió como los "bad hombres", estigmatizando injustamente a la inmensa mayoría de inmigrantes y convirtiéndolos en caballito de batalla política. Se apoyan en imágenes como las del famoso Tren de Aragua en Colorado azotando con su violencia a los ciudadanos, o la famosa MS-13 o Mara Salvatrucha centroamericana, que sienten que les dan algo de razón. En los 80 y 90, las vendettas entre narcotraficantes eran sobre todo entre ellos, con frecuencia ajustes de cuentas entre mafiosos.
En el otro extremo están quienes piensan que se debe recibir la mayor cantidad de inmigrantes posible y que —de alguna forma— es la responsabilidad de Estados Unidos hacerlo; aun a pesar de los costos que esto pueda traer en los Estados y las ciudades que los reciben.
El énfasis es el aspecto humanitario, además de que muchos de ellos hacen trabajos básicos que muchos estadounidenses no harían. También ellos usan el tema políticamente. Entre unos y otros están muchos electores —confundidos y de buena fe— que no saben bien qué pensar. Los latinos en Estados Unidos, por su parte, parecen estar girando hacia posiciones más conservadoras, de derecha si se quiere, pero eso será motivo de otro análisis.
Sin embargo, hablar de la relación de los gringos con sus vecinos del sur en términos de drogas ilícitas y migración solamente es ingenuo e incompleto. El establecimiento político en Washington, el llamado mundo "inside the Beltway", no puede seguir administrando su relación con lo que algunos antipáticamente llaman su "patio trasero" a punta de palmaditas en la espalda, visitas protocolarias mutuas, algo de cooperación puntual y discusiones coyunturales.
Independientemente de su cercanía ideológica con Washington, los países de América Latina son en su mayor parte democracias; con sus defectos y sus virtudes, pero democracias al fin y al cabo. Algunos son más cercanos que otros a los países no democráticos del hemisferio, Venezuela, Nicaragua y Cuba que sí preocupan a Estados Unidos.
La cercanía de Venezuela con Irán desde épocas de Hugo Chávez, con el que ha aumentado su intercambio comercial, diplomático y cultural y con el que Nicolás Maduro firmó un acuerdo de cooperación de 20 años durante su visita a Teherán en junio de 2022, es una muestra de ello. Los dos países tienen en común —además— que son receptores de sanciones económicas por parte de Washington. Teherán es, además de auspiciador de Hezbolá, cercano a Rusia. Al igual que Venezuela. Otro afectado por las sanciones de la Casa Blanca desde 2014, tras la invasión a Crimea en Ucrania, y socio comercial y cooperante de Venezuela, Cuba y Nicaragua, que ha anunciado que está estrechando la cooperación militar con Teherán.
El crimen organizado transnacional debería ser otra preocupación de Washington. Sería una torpeza de Washington pretender que el Tren de Aragua y otras estructuras criminales son fenómenos sueltos e independientes, o que se derivan de la migración. De acuerdo con reportes de seguridad, este grupo, originario de Venezuela, opera en su país natal, en Estados Unidos, en Colombia, Bolivia, México, Chile y Perú, entre otros.
El general Oscar Naranjo, exvicepresidente de Colombia, definió a esta banda en una reciente entrevista con CNN como "la organización criminal más disruptiva que opera hoy en día en América Latina, un verdadero desafío para la región". Costa Rica, uno de los percibidos oasis de paz en el continente, es hoy uno de los mayores puntos de transbordo de drogas ilegales.
Narcotráfico, terrorismo, criminalidad en la región, violencia, desplazamiento, pobreza y migración son diferentes caras de la misma realidad, que el próximo inquilino debería mirar en su integralidad y no por partes o solo con titulares.
La situación de China en América Latina, en este nuevo mundo bipolar, es un poco distinta. Su papel como la otra gran potencia es determinante. De acuerdo con The Economist (Julio 6, 2024), si bien el socio comercial más grande de la región sigue siendo Estados Unidos, China es el mayor socio en Suramérica, gracias entre otros a Brasil, Chile y Perú.
La construcción del puerto de Chancay en el Perú y el primer metro de Bogotá, en construcción también por compañías chinas, son apenas dos ejemplos. El intercambio comercial bilateral, por su parte, se multiplicó por 25 en 20 años: de $18,000 millones en 2002 a $450,000 millones en 2022.
Y mientras Washington deja de mandar embajadores por sus enredos bipartidistas internos, China está desplegando una ofensiva diplomática, aumentando el tamaño de sus misiones, enviando diplomáticos altamente entrenados e invitando a líderes regionales a conocer ese país de primera mano. Mientras tanto, la embajada estadounidense en Colombia, uno de los principales en la región, no tiene una cabeza en propiedad desde junio de 2022.
Por su parte, los países de la región se están apalancando económica y políticamente, con razón, buscando un balance entre Washington y Beijing, en línea con lo que el chileno Jorge Heine ha llamado el "no alineamiento activo" en su libro al respecto.
Ni que decir del cambio climático: los bosques y selvas de la región —especialmente la Cuenca Amazónica que está en ocho países- la agricultura y los océanos, deben ser objeto de especial atención —y más cooperación— junto con los gobiernos de la región. Estos, en su mayoría, tienen agendas climáticas positivas que beneficiarían a todo el planeta, pero les cuesta trabajo ejecutarlas, entre otras, por sus limitados recursos.
Washington tampoco puede continuar en la línea proteccionista y aislacionista que se acentuó en la primera administración de Donald Trump y continuó en la de Joe Biden. Su retiro de organismos multilaterales en sectores tan relevantes para América Latina como el café, por ejemplo, debe ser revisada también.
Esto a pesar de que la región produce más del 60% del grano del mundo desde México hasta Paraguay, a que en muchos países y regiones es el mayor generador de tejido social en comunidades rurales, que además pueden apoyar la lucha contra el calentamiento global,y a que Estados Unidos es el mayor consumidor y unos de los mayores contaminadores del planeta.
Por todo lo anterior —y más— si Washington quiere seguir teniendo influencia en la región, quienquiera que triunfe el 5 de noviembre debería buscar una agenda integral común que beneficie a todas las partes: económica, social, de seguridad, política, climática y de cooperación.
No se puede desconocer que en otras regiones del mundo hay grandes retos. Pero ignorar los problemas de su vecindario en un mundo en el que los vasos comunicantes en todas las áreas son cada vez más amplios, equivaldría a seguir no viendo el bosque, por estar mirando los árboles.