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La concesión inevitable del socialismo al capitalismo

  • Por: HUGO ALFREDO HINOJOSA
  • 11 DICIEMBRE 2025
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La concesión inevitable del socialismo al capitalismo

"Es la economía, estúpido", decía Bill Clinton durante su campaña presidencial de 1992, reduciendo complejidades políticas a una verdad fundamental: sin prosperidad económica, ningún proyecto político sobrevive. Esta máxima adquiere un significado casi universal cuando se observa la trayectoria de los regímenes socialistas: más allá de sus nobles y supuestas intenciones de igualdad y justicia social, todos terminan incorporando elementos capitalistas para sostenerse. Hoy, en México, esta realidad vuelve a hacerse evidente. El país enfrenta una desaceleración que anticipa un crecimiento entre 0.5% y 1.3% para 2025, según diversas proyecciones, lejos del promedio histórico y de los cálculos gubernamentales optimistas que hablaban de un 2-3%.

La debilidad de la demanda interna, la incertidumbre arancelaria con Estados Unidos, la inflación persistente por encima del 4%, cuando la meta del Banco de México es 3%, y la fragilidad de las finanzas públicas agravada por la crisis de Pemex obligan a una reflexión pragmática: sin mecanismos de mercado, competencia e incentivos individuales, incluso economías mixtas como la mexicana se estancan. Una vez más, la economía define las reglas del juego político.

A lo largo de la historia, las ideologías se han entrelazado con las realidades económicas, revelando una verdad ineludible: los sistemas centralizados terminan chocando con sus propias limitaciones internas. Como señalaba Friedrich Hayek en El camino de la servidumbre, la idea de dirigir una economía desde un centro omnipotente ignora la complejidad del conocimiento disperso en la sociedad. Esa pretensión genera ineficiencias que erosionan la vitalidad del sistema. Es una suerte de danza entre la utopía y la pragmática, donde la rigidez doctrinaria cede ante la presión del crecimiento, la innovación y la competencia global. Y, aunque resulte evidente, ahí es donde nos encontramos hoy.

Empero, el capitalismo funciona menos como una ideología y más como un mecanismo de democracia económica: millones de decisiones individuales producen prosperidad, mientras que los sistemas centralizados tienden a concentrar poder y restringir la creatividad social. La historia económica y la evidencia comparada han mostrado repetidamente que el socialismo, en lugar de empoderar a la población, la somete a estructuras burocráticas ineficientes que, tarde o temprano, obligan a introducir reformas de mercado para sobrevivir. La raíz del problema aparece una y otra vez: la planificación centralizada tiende a distorsionar precios y asignación de recursos porque ignora las señales del mercado, ese termómetro invisible de las necesidades humanas. Filosóficamente, esto recuerda la phronesis aristotélica: la sabiduría práctica se encuentra en la experiencia cotidiana de millones, no en los despachos de los burócratas.

Podemos decir que la Unión Soviética es el ejemplo más citado de esta distorsión. La escasez crónica de bienes básicos (pan, combustible, artículos domésticos) evidenció los límites del Gosplán. Para contener el deterioro, los líderes debieron introducir mecanismos de mercado. Esta diferencia es fácil de ilustrar: en una economía abierta, cada producto disponible representa el esfuerzo de personas que atienden necesidades reales; en una economía cerrada, en cambio, el Estado decide qué producir, casi siempre equivocándose, como lo demostraron episodios tan simples como la escasez de papel higiénico en las últimas etapas de la URSS.

Por ejemplo, China, bajo Deng Xiaoping en 1978, constituye otro caso emblemático. Tras el estancamiento provocado por las colectivizaciones forzadas y tragedias como la hambruna del Gran Salto Adelante, el país abandonó el socialismo rígido para abrazar la llamada "economía de mercado socialista". La apertura a la inversión privada y la competencia transformó a China en una potencia capitalista estatal, con un PIB que se multiplicó varias veces. Esto evoca el pragmatismo de John Dewey: las ideologías deben adaptarse a la experiencia y no al contrario. En el periodo previo a las reformas, las empresas estatales carecían de incentivos para atender preferencias reales; el cambio hacia el mercado corrigió esas ineficiencias.

El colapso soviético en 1991 y la posterior "terapia de shock" en Rusia ilustran otra faceta de esta dinámica. La URSS priorizó la producción pesada y militar por encima de las necesidades de los consumidores, lo que llevó al estancamiento tecnológico y al derrumbe final. Ludwig von Mises lo advirtió en 1922: sin precios de mercado, el cálculo económico racional es imposible. Fue una predicción casi quirúrgica del fracaso que vendría después. Por su parte, Vietnam, con sus reformas del Doi Moi en 1986, ofrece otra prueba contundente. Tras años de socialismo ortodoxo, el país enfrentaba pobreza extrema e hiperinflación. Las reformas introdujeron inversión privada y mercados libres, multiplicando el PIB y atrayendo capital extranjero. En términos hegelianos, la tesis socialista chocó con la realidad económica y derivó en una síntesis híbrida.

Otros países siguieron caminos similares. Yugoslavia, con su experimento de autogestión obrera, terminó abriéndose a dinámicas de mercado. Hungría, con el Nuevo Mecanismo Económico desde 1968, liberalizó precios y permitió propiedad privada limitada. Las reformas de Cuba en 1993, tras perder el apoyo soviético, introdujeron mercados campesinos y actividades privadas para detener una caída del PIB del 35%. En todos estos casos, el patrón se repite: sin incentivos individuales, la productividad se desploma y el sistema necesita abrirse para evitar el colapso.


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