La insoportable banalidad de Nicolás Maduro
No hay nada mejor que ver y oír a un dictador dirigir la represión en su país para entender cómo se ejerce el poder. "Tenemos más de 1.200 criminales capturados... Entrenados en Texas, Colombia, Perú y Chile. Los entrenaron con tiempo para que vinieran a atacar y a quemar", se escucha a Nicolás Maduro explicar a un contingente de soldados uniformados con equipo antimotines a lo Robocop en un video que hizo circular su propio gobierno. Pocos segundos después el líder chavista, engolando la voz para darle un timbre militar que lo haga ver más macho, grita a la tropa: "Así que rodilla en tierra. Yo estoy en combate y cuento con ustedes. Qué viva la Guardia Nacional Bolivariana". Los soldados responden obedientes a la voz de mando: "¡Viva nuestro presidente! ¡Viva!".
Este episodio, sumado a sus recientes apariciones anunciando la suspensión en Venezuela de la red social X, anteriormente Twitter, o "rompiendo relaciones" con WhatsApp -"¡Dile no a WhatsApp, fuera WhatsApp de Venezuela!"-, disipan cualquier duda: Maduro ha finalmente abrazado con entusiasmo el papel de tirano que antes interpretaba con cierta pereza y morosidad, incómodo, inseguro y forzado, como si no le quedara más remedio.
Esto tiene sus ventajas. Maduro ha logrado superar a su padre político, Hugo Chávez, quien, pese a los muchos episodios de represión de su reinado, prefería cuidarse de cruzar la delgada línea que separa el autoritarismo de la dictadura. No es que Chávez fuera un demócrata, no lo era. Pero la billetera de los petrodólares le permitía barnizar su autocracia electoral con dádivas y fantasías socialistas, mientras su popularidad y carisma le hacían ganar elecciones cuyos resultados resultaba más difícil cuestionar. Mantuvo en sus gobiernos grados relativos de competencia política y de libertades civiles. Y eso lo hacía parecer más aceptable ante una izquierda que aún hoy confunde ser socialista con decir serlo. En cambio, Maduro nunca tuvo ninguna de esas tres cosas, lo que lo hacía lucir como el segundón encargado de cuidarle el puesto a un Chávez enfermo y, tras la muerte del caudillo, mantener unida a la corrupta coalición cívico-militar que es el chavismo actual, lo que llaman el statu quo.
Tampoco es que Maduro no fuera un cínico o un mentiroso. Lo fue desde el principio del chavismo. Lo entrevisté para el diario venezolano El Mundo hace dos décadas, cuando era parlamentario. Entre otras cosas, le pregunté sobre una de las varias conspiraciones de moda en aquellos días: el aterrizaje de un supuesto avión norteamericano con supuestos mercenarios en una supuesta pista clandestina en el centro del país. No había evidencias de nada de esto, pero, ante mi mirada escéptica, Maduro repitió la línea de la propaganda oficial con la misma cara de tabla con la que miente todos los días. Esto se hizo patente al pasar de los años hasta llegar a la presidencia saltándose olímpicamente la Constitución.
Pero digamos que ha habido una evolución, una larga parábola. Va del quinceañero de clase media que protestaba quemando cauchos y hasta autobuses en las calles a mediados de los 70, al déspota que en estos días pide "máximo castigo" para quienes protestan en las mismas calles denunciando el fraude electoral, muchos de ellos menores de edad. El dato común entre aquel muchacho del movimiento de ultraizquierda Ruptura y los muchachos que protestan hoy es el sueño romántico de un futuro mejor. Un compañero de aquellas causas, lo resume de modo elocuente: "Conocí a Nicolás, pero no conozco a Maduro".
Todos los que han despreciado a Maduro por haber sido conductor de autobús se equivocan. Es un político frío y calculador que se maneja hábilmente en el poder. Cuando no puede controlar a sus competidores -sean internos o externos- busca sacarlos de juego, sabe complacer a los leales y ha sido lo suficientemente flexible para adaptarse a los escenarios más adversos. Pero algo que nunca caracterizó a Maduro fue la elevación intelectual que permite pensar con cabeza propia ni mucho menos tener un proyecto de sociedad. Sus ideales juveniles eran los de los guerrilleros trasnochados en la Venezuela saudita, quienes nunca entendieron que el país había rechazado su propuesta de lucha. Más tarde pasó por Cuba donde fue adoctrinado una vez más. Y se sabe que el adoctrinamiento sirve para obedecer órdenes ciegas, justificar que no importen los medios para alcanzar los fines y así desprenderse de las responsabilidades personales que entrañan las acciones. Por ejemplo, actuar bajo la malsana premisa de que los muertos y desaparecidos por la represión de estos años o los casi ocho millones de migrantes son un daño colateral, el costo casi burocrático, de mantener el poder con el pretexto de defender una revolución.
Así hasta dar con Chávez, quien lo adoptó como a una mascota y lo encumbró al máximo liderazgo en pago de su obediencia y lealtad. Pero Nicolás Maduro nunca ha tenido ni tendrá un sueño propio, a la manera de los grandes líderes. Llegó al poder de modo casi fortuito lastrado por una ideología política elemental y gracias a su capacidad de seguir el dictamen del jefe. Es el epígono, sin brillo ni delirio, de Hugo Chávez. Sin embargo, ha mostrado ser un negociador avezado y con "instinto asesino", lo que sin duda lo ha ayudado a mantener el poder por 11 años.
Con Maduro, no hay verdaderos ideales. Por eso, sus mítines están llenos de consignas y lugares comunes pero vacíos de pasión y sueños. Nada de construir el poder popular a través una democracia participativa y protagónica de la que tanto se ufanó Chávez. Para el heredero, la revolución bolivariana es una transa (me das tu voto y te doy comida, te doy un contrato y me das la coima) y un performance. Lo mismo puede ordenar acabar con terroristas imaginarios que bailar y cantar salsa sobre los muertos.
De allí la banalidad de su forma de manejar el poder. Porque el verdadero ideal de Maduro, si aún le queda alguno, es el paraíso de la mediocridad autocomplacida. En ese paraíso medran los ladrones y los cínicos como él mismo y sus socios en la nomenklatura del gobierno.
Una prueba de las dos cosas es la figura de Alex Saab. Saab, empresario y presunto testaferro (vale decir tesorero) de Maduro, estableció una multimillonaria red de corrupción como contratista del gobierno venezolano. Uno de sus casos más sonados fue un contrato para la construcción de más de dos mil quinientas viviendas de interés social, que cobró a precio de oro, pero de las cuales una década después solo había entregado 4%. Luego de pasar dos años detenido en Estados Unidos, Saab fue liberado por el gobierno de Joe Biden en un intercambio de prisioneros. Como premio a su lealtad, Maduro lo nombró enseguida presidente del Centro Internacional de Inversión Productiva de Venezuela. Pero, bien visto, Saab es únicamente el símbolo más saliente de una camarilla adicta al robo, el consumo de lujo y los paraísos fiscales, de la que la familia del dictador forma parte integral.
Más allá de lo que predique en soflamas y graznidos incendiarios contra la oligarquía, Elon Musk o el imperio, al perpetrar el fraude más descomunal en la historia Latinoamericana reciente Maduro se ha visto reducido. Ha quedado más solo que nunca en la comunidad internacional. De aquí en adelante solo podrá mantenerse en la presidencia usando la coerción y la represión como doctrina oficial. La ironía de su destino es que pasará a la historia no como el jefe de una revolución sino como el capo de una mafia, un déspota vacío, un personaje trágico por insulso y deshumanizado, capaz de volver humo el legado que puso Chávez en sus manos.
En su despacho del Palacio de Miraflores o agazapado en el Fuerte Tiuna, Nicolás Maduro ha erigido no solo una barricada que lo aísla del mundo y los venezolanos, sino un mausoleo a la revolución bolivariana. Allí, insomne por el temor a las traiciones, rodeado de militares como siniestras gárgolas, permanecerá rehén de su insoportable banalidad, hasta el fin de la noche chavista.