La oposición a Trump busca equilibrio

Los abusos del Presidente pueden cambiar la tendencia de voto, y los demócratas deben canalizarla
Con la aprobación de la denominada"Gran y hermosa Ley" de Donald Trump, Estados Unidos entra en un nuevo capítulo de su crisis democrática, uno que resulta tanto inevitable como revelador: El presidente Trump planeó su regreso durante cuatro años. Sus primeros seis meses de gestión agresiva, que culminaron en un paquete legislativo destinado a concentrar el poder y desmantelar la red de protección social en favor de recortes fiscales para los ricos, constituyen el resultado predecible de una larga preparación y del control absoluto de las instituciones del Estado.
Sin embargo, la aprobación de la ley no careció de resistencia. La oposición demócrata no logró frenarla, pero sí consiguió evidenciar el extremismo que subyace en su núcleo. El coste político puede ser significativo: durante la batalla legislativa, un senador y un congresista republicanos—ambos de estados bisagras—anunciaron que no buscarán la reelección. Esta decisión constituye una señal de que los excesos de Trump podrían movilizar la oposición de cara a las elecciones intermedias, donde los demócratas tienen una oportunidad real—si están a la altura del desafío.
No obstante, no se puede disimular la realidad: la oposición democrática en Estados Unidos. todavía busca su equilibrio. La establishment demócrata ha pasado años reprimiendo a su ala izquierda progresista en lugar de articular una plataforma política inclusiva. Su mensaje se ha reducido a "No somos Trump" y "Defendemos el derecho al aborto." Esa plataforma vacía no es suficiente—no contra un partido Republicano que moviliza a su base, rompe normas democráticas sin consecuencias y sigue sirviendo a los intereses corporativos.
La ironía reside en que el ascenso de Trump demuestra cómo se reinventa un partido. No triunfó repitiendo los lugares comunes del Wall Street Journal ni los argumentos de la Cámara de Comercio. Ganó dinamitando el viejo consenso republicano e inyectando energía—tóxica, ciertamente—en un partido moribundo. Los demócratas deberían tomar nota: la combinación de políticas identitarias y neoliberalismo se ha agotado. Para recuperar el poder, necesitan nuevas voces y propuestas audaces.
Y esas voces existen—si la dirigencia dejará de silenciarlas. En Nueva York, el candidato progresista Zohran Mamdani logró inesperadamente la nominación demócrata para la alcaldía, en parte gracias a una ola de nuevos votantes jóvenes. Sin embargo, la élite demócrata no lo respaldó. Varios líderes demócratas sostienen que sería mejor mantener a Eric Adams—quien eludió cargos criminales gracias a un pacto secreto con Trump—antes que permitir una victoria progresista. En lugar de analizar por qué la plataforma de Mamdani conectó con el electorado preocupado por el coste de vida, le atribuyeron el éxito a su carisma, su manejo de TikTok o sus tácticas de campaña—cualquier cosa menos sus propuestas.
Esta aversión al liderazgo progresista no es nueva. Como exfiscal electo en San Francisco, lo viví en primera persona. Las élites demócratas me atacaron con más dureza que mis críticos republicanos. En todo el país, los fiscales progresistas que promueven reformas inspiradas en Europa—menos encarcelamiento, más rehabilitación—enfrentan campañas coordinadas tanto por centristas demócratas como por donantes aliados con la derecha. Hay una clara tendencia hacia la resistencia de las élites contra un cambio popular y necesario. La lucha interna beneficia, ante todo, a los republicanos.
Pese a ello, el péndulo podría empezar a moverse. Los abusos de Trump podrían forzar una reevaluación por parte del electorado. Las elecciones de 2026 pueden convertirse en un referéndum, no solo sobre su figura, sino sobre el país que se pretende reconstruir. Si los demócratas se atreven, podrían canalizar la indignación y la desilusión hacia un nuevo consenso político, como hizo Trump con los republicanos.
Pero eso requiere valentía: defender políticas justas aunque no sean populares, y denunciar la corrupción y las mentiras incluso cuando los medios permanecen en silencio. En el contexto actual, la cobardía resulta contagiosa.
Y no se trata solo del Partido Demócrata. Se trata de un fallo sistémico. Instituciones que deberían funcionar como contrapesos democráticos han facilitado el regreso de Trump. El derecho internacional, universidades de élite como Columbia, grandes bufetes de abogados y medios influyentes han cedido—en distintos grados—al autoritarismo.
Para España, la lección es clara: no ceder ni un centímetro. Ser Harvard, no Columbia; Perkins Coie, no Skadden. Defiendan la democracia de forma activa, no solo cuando conviene. El autoritarismo avanza tanto por la fuerza bruta como por la complacencia de las élites y el silencio diplomático.
Es fácil—y quizás razonable—sentirse pesimista. Las normas se desmoronan, los demócratas se pelean entre sí y el autoritarismo ha llegado. Pese a ello, hay otra historia en marcha: los mismos votantes que le otorgaron el poder a Trump podrían arrebatárselo. Tendrán la oportunidad de hacerlo en poco más de un año. Esa es la promesa—y la carga—de la democracia.
La "gran y hermosa ley" de Trump fue aprobada. Pero no es el final. Si se responde con valentía, puede marcar el inicio de otra etapa: una oposición renovada, una nueva generación de líderes y el redescubrimiento de valores democráticos sepultados durante demasiado tiempo.
Para los demócratas, el siguiente paso no consiste sólo en resistir. Consiste en reinventarse.