La oposición realmente existente
En las elecciones presidenciales de un país sin nombre —similar al delineado por Saramago en Ensayo sobre la Lucidez—, una mayoría silenciosa tomó una decisión inesperada. El sesenta por ciento de los pulgares nacionales dejó a la oposición aturdida, incapaz de comprender el sentido profundo de aquel acto. ¿Legitimidad? ¿Consentimiento? ¡Nada de eso! Más bien, una amenaza capaz de desmoronar los pilares de su democracia funcional.
Las primeras reacciones de los vencidos fueron erráticas (quiero decir irresponsables). En el primer acto, se proclamaron ganadores. Se aventó poco confeti y sonaron breves fanfarrias. En el segundo, aparentaron con fervor una pequeñísima dosis de autocrítica. En el tercer acto, se aferraron con dientes y uñas a sus ruinas. Aún humeantes.
La oposición —esa criatura amorfa que cobija a quienes disienten del gobierno en turno— observó, impotente, cómo sus herramientas electorales, sus partidos, caían uno a uno por la borda. El resto de su arsenal, aunque herido, vive y colea: sus medios de comunicación, sus analistas, sus operadores, sus organizaciones de la sociedad civil, sus think tanks, sus redes internacionales y grupos económicos permanecen verticales. La oposición, sin un rostro que la represente ni un nombre que la envuelva, nada entre peces, pero sigue a flote.
En los medios de comunicación está —más que bien— representada. La retirada de los portavoces más estridentes de las barras de opinión, aunque será enarbolada como un acto de censura, pretende ajustar la balanza a la realidad electoral y arañar algo de la confiabilidad perdida. En su lugar, han surgido voces opositoras más razonables.
No hay que alarmarse demasiado: los analistas exiliados han sobrevivido. Aunque ya no cuentan con la audiencia, confianza ni lucidez que alguna vez ostentaron, han hallado refugio en medios incendiarios. Desde allí seguirán comunicando (o intentando comunicar) la eterna advertencia: el monstruo ahora sí está detrás de la puerta.
Prueba de su actualidad se encuentra en la batalla librada, hace apenas unas semanas, para evitar que Morena y su séquito recibieran los escaños de representación proporcional que les correspondían conforme a la histórica votación del 2 de junio. Todo en contra de la legislación vigente y los precedentes históricos. Sembraron confusión, propagaron interpretaciones sesgadas y lanzaron alertas infundadas. Se autodenominan neutrales. Como si de jabón se tratara.
En el resto de los programas informativos, los cambios han sido de escuetos a nulos. Esto, claro, sin contar a esa fracción de la oposición liderada por Carlos Alazraki que, sorprendida por el resultado inesperado de la elección, encontró refugio en la comedia y, contra todo pronóstico, ha visto a su audiencia crecer de manera significativa.
La oposición permanece también camuflada (o eso creen) en las organizaciones de la sociedad civil que tanto daño provocan en las genuinas. Prestas y enojadas, están dispuestas a continuar hurgando en la corrupción del Gobierno y sus allegados. Con la propia, han aprendido a convivir.
En menos de lo que canta un Claudio, serán partido. Serán magenta.
Las directrices opositoras también se mantienen vivas en ciertos operadores — el nombre es una cortesía— del poder judicial. Son ellos quienes, usando a los empleados como carnada y escudo, han llevado al tercer poder del Estado a una rebelión ilegal. Repito, ilegal. Han cesado el servicio esencial que justifica su propia existencia.
La reforma judicial busca renovar el aparato de justicia al tiempo que sus miembros, por arrogancia o miedo, no hacen más que corroborar la premisa. Es una marcha voluntaria hacia él paredón por aquellos que, obligados a aplicar la ley, han decidido erigirse por encima de ella. Han desafiado al Constituyente —el congreso y la mayoría de los estados— quien, conforme a la voluntad popular, deberá determinar la integración y funcionamiento del judicial. En democracia, las mayorías deciden el rumbo.
El Poder Judicial que alguna vez fue estimado como excepcionalmente opositor, hoy se percibe como un bloque monolítico gracias a los esfuerzos de su nula y togada dirigente. Instantes estelares en los que resulta difícil distinguir la maldad de la torpeza. Hagan favor de ponerle el blanco al frente del tiro. Los paros laborales ilegales han terminado por colocar a toda la institución que representa en una misma y desechable gaveta.
Los espacios financieros —grupos empresariales, inversionistas, firmas de abogados, bancos, fondos— son otra hoguera donde se congrega la oposición. Suplican al fuego que nada los turbe, que nada los espante. Que, si un cambio verdadero ha de llegar, sea, en la medida de lo posible, ornamental.
¿No son acaso ellos quienes, en días recientes, encendieron luces rojas para bloquear el cause democrático de una reforma ampliamente aprobada y difundida? Una reforma que promete —sin demasiadas garantías— trazar una línea entre la justicia y el poder económico. Es su inconformidad, acaso, hay señal de la certeza del disparo.
La oposición al movimiento de Andrés Manuel López Obrador vive y seguirá viva. Aunque hoy el dragón parezca insignificante —por su tamaño, por su dispersión—, despertará. A pesar de no tener fuerza en el Parlamento, encontrará la manera de seguir ocupando espacios. ¿Su meta? El fracaso del proyecto obradorista.
Y está bien, de eso va ser oposición. Y está bien, la oposición es necesaria, saludable: un antídoto contra la homogeneidad de ideas. Cuidado cuando se camufle. Cuidado cuando se presente como un inocente jabón neutro.