La otra batalla de Puebla
Año con año se confirma que el 5 de mayo se celebra con más bombos y platillos en los jardines de la Casa Blanca de Washington, que en las chirimías desafinadas y tambores parchados que intentan resonarlo en callejones de Cholula
Al cumplirse 161 años de la gloriosa Batalla de Puebla se impone conmemorar también el cuasi cincuentenario de la Otra batalla de Puebla, como lánguido clarín a la mitad del foro que intenta contrarrestar la bizarra retahíla de malas noticias que inundan el estercolero político de México y a su vez, equilibrar un desbalance casi inexplicable que año con año confirma que el 5 de mayo se celebra con más bombos y platillos en los jardines de la Casa Blanca de Washington que en las chirimías desafinadas y tambores parchados que intentan resonarlo en callejones de Cholula.
Sucede que en 1976 o 1977 y en un esfuerzo patriótico sin parangón, se unieron los esfuerzos del gobierno del Estado de Puebla, los presupuestos de la Secretaría de Educación Pública y la empeñosa fe de todos los colegios lasallistas de México con un propósito heroico: recrear de manera multitudinaria la gloriosa jornada bélica del 5 de mayo allí mismo donde quedaron rondando para siempre los fantasmas caídos de ambos Ejércitos enfrentados. Los miles de alumnos de las secundarias y preparatorias —técnicas y vespertinas, incluidas—serían uniformados con trajes de indígenas zacapoaxtlas y nobles uniformes del Ejército decimonónico de México, mientras otros miles de alumnitos de los colegios lasallistas serían maquillados y vestidos como tropas francesas, no pocos con calzones bombachos de color rojo y cientos de mamelucos con pantuflas picudas y gorritos à la Morocco Topo.
En sintonía esotérica con el diario que se conserva del general Ignacio Zaragoza y otros datos extraídos de las memorias del entonces coronel Porfirio Díaz, el Cinco de Mayo de conmemoración prometía lluvia, sin amenaza aparente, pues se había programado la puesta en escena para las cinco en punto de la tarde. El horario —minuciosamente cronometrado por Hermanos de La Salle y profes de las escuelas de Gobierno—se ajustaba al itinerario del gobernador de Puebla (de apellido Piña) y del entonces presidente de la República (a la sazón, José López Portillo). Antes del hecho —en la numerosa caravana de autobuses que viajaron hasta Puebla desde diferentes puntos de la gloriosa República Mexicana—se ventilaba el chisme de que el preciso López llegaría cabalgando un corcel de color blanco y que el gober Piña portaría unas gafitas idénticas a las que usó en la refriega el general Zaragoza. Apuntalaba el chisme (al parar en Río Frío por más de mil quesadillas de flor de huitlacoche) la convencida noticia de que —en un acto de solidaridad y memoria— también estaría presente el Excelentísimo Embajador de Francia.
Una larga serie de incongruencias y sinsentidos se conjugaron para que la jornada fuera inolvidable: contra toda prudencia, maestras y dirigentes nos permitieron deambular libremente por las calles de Puebla hasta las 15.30 de la tarde, hora en que teníamos que presentarnos perfectamente uniformados y con fusiles de madera al hombro en los restos del fuerte de Loreto y llanos aledaños. A lo lejos se veía un estrado improvisado con madera de pino recién pintada de verde donde estarían en fila el Preciso López Portillo, el Gober Piña y Monsieur Verduguí (que alguien inventó que se llamaba así el embajador franchute)... y sí, al estallar el llamado de los clarines empezó una refriega de puñetazos, culatazos, gargajos, empujones y corretizas varias del flanco izquierdo a la retaguardia derecha y del flanco derecho a la punta del cerro entre miles de mexicanos disfrazados de mexicanos y otros miles de mexicanos fingiendo cantar La Marsellesa.
El abultado batallón de Hermanos Lasallistas, monjas auxiliadores y cientos de profesores de la SEP no tuvo a bien considerar que durante las horas de ocio en que nos dejaron deambular libremente por las calles de Puebla y callejones de Cholula haciendo tiempo para la recreación de la gloriosa batalla, casi todos los alumnos de ambos bandos ingerimos cantidades importantes de cerveza, tequila y demás bebidas alcohólicas. Miles de menores de edad estábamos embriagados desde el mediodía, enardecidos con un fervor bélico que se multiplicó en cuanto vimos alineados en lontananza quiénsabecuántos cañones con bolas de salva, un bosque considerable de lanzas en punta con banderitas en triangulito y la suma de miles de contingentes en borrachera colectiva que unían como taquicardia un diluvio interno de adrenalina surrealista y un griterío de total desmadre que opacaba los llamados coreográficos que lanzaban profes y hermanos religiosos en desesperado intento por subirle el volumen a sus megáfonos... en pleno diluvio. Un chaparrón de intensa lluvia histórica que no solo bañó a los políticos que abandonaron el presídium con prisas, además convirtiendo al escenario en un lodazal oscilante que facilitó el desplome en masa de miles de caídos hasta que —pasados muchos minutos de gloriosa recreación con violencia física y verbal— quedó erguida, allí solitaria en medio del llano, volando como papalote patriótico y símbolo incólume ¡¡¡la bandera de Francia!!!