La persistencia del miedo
Desde Aguilar de Campoo, en Palencia, no hace falta recorrer más de 30 kilómetros en cualquier dirección para encontrar un sinfín de edificios románicos: iglesias, monasterios, ermitas. Hay más de un centenar, y tienen esa conmovedora belleza de lo que se mantiene ahí desde hace demasiado tiempo, pero que, paradójicamente, resulta próximo.
Es otro mundo, los restos de una Europa marcada por la fe cristiana, pero en las piedras de esas construcciones corre un aire que resulta familiar. Cuentan algunos de los episodios de la historia de Occidente, hablan de las gentes que hace alrededor de mil años vivían en esos parajes. José María Pérez, Peridis, lleva ya mucho trabajando como embajador de esos territorios y de esa remota época y ha sabido transmitir con sabiduría sus quehaceres e inquietudes.
En aquellas tierras tuvo un importante protagonismo la orden del Císter. Era un lugar de frontera: guerreaban por allí, y se mataban, cristianos y musulmanes. Orar y trabajar, esos monjes no hacían otra cosa.
Araban los campos, cuidaban el ganado, alimentaban las gallinas, se juntaban para rezar, comer, beber. Y construían las iglesias y las ermitas y los monasterios, que les servían para atraer y reunir a las mujeres y los hombres de aquellas zonas y enseñarles los caminos del Señor, y darles consuelo y esperanza.
Todavía hoy, y seguramente todavía más en los siglos XI y XII, y antes y después, hay ratos en que las criaturas de este valle de lágrimas se sienten postradas y abandonadas. Van de un lado a otro, y llueve o nieva o hace un calor de los mil demonios, y de pronto encuentran un refugio, o simplemente un lugar de acogida.
Las construcciones del románico son como los periódicos de aquellos remotos tiempos. Dan noticia de lo que pasaba, informan, procuran darle un poco de sentido con un montón de historias al sinsentido de vivir.
En uno de los capiteles de la iglesia de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo se cuenta la matanza de los santos inocentes y se ven las espadas de los esbirros de Herodes que degollaban a los niños, no fuera a ser alguno de ellos el futuro señor que iba a arrebatarle el trono.
En Moarves de Ojeda, en la iglesia parroquial de San Juan Bautista, están en un friso Jesús y los doce apóstoles y, en la iglesia de Santiago en Carrión de los Condes, los maestros esculpieron una muestra de las ocupaciones en las que entonces los lugareños se ganaban los cuartos, y ahí están quienes acuñaban las monedas, los zapateros, los que se batían contra los infieles, los que sabían leer. Los canecillos de la colegiata de San Pedro de Cervatos recogen las prácticas eróticas de aquellas gentes.
Todo era muy distinto, todo resulta familiar. Como ocurre hoy, también en esos días corrían los rumores y hablaban de aparecidos, de maleficios, de lobos que rondan por la noche y que pueden saltarte a la yugular.
En el siglo XXI, el miedo sigue estando presente y todavía es un buen reclamo para que esos pastores que hoy se visten con los trajes de los políticos tranquilicen a sus rebaños frente a la amenaza de las fieras.
Hay piedras del románico que revelan un amplio re-
pertorio de registros que siguen asomando en los rostros del presente: la desgarradura y el lamento, el re-
cogimiento, la audacia ante el peligro, la furia que arrastra a la venganza. Suenan las campanas, y un poco más allá asoma la espadaña de un monasterio. Son tiempos duros, redoblan los tambores de guerra, quizá haya allí un resquicio para recogerse y tomar, luego, impulso para afrontar una época difícil.