La tradición de tentar al azar
"Cada minuto nace un ingenuo" era la frase preferida del cirquero Barnum, y para los amos de los juegos de azar callejeros no existía mandamiento más sagrado, sobre todo cuando en una tarde podían desplumar hasta a una decena de parroquianos bartolos, quienes además de una lección, aprenderían que no todo se podía contar a los nietos.
Más que una elaborada estafa o un mini casino para los humildes, las mesitas con juegos de la suerte lucraban con la esperanza de quienes, después de perder muchos centavos, un día eran bendecidos con una buena partida, renovando su fe en la existencia.
Desde finales del siglo XIX, diversos juegos de baraja, números, figuras, sin faltar el clásico ¿dónde quedó la bolita?, comenzaron a aparecer en las ferias y carpas para después reclamar los amplios terrenos de la vía pública, donde una muchedumbre se congregaba para apoyar a los escasos ganadores y mofarse de los perdedores que miraban esfumarse sus cobres.
Desde temprano, los amos del trinquete veloz instalaban sus mesitas en alguna esquina pletórica de oficinistas. Los más veteranos en el negocio preferían el tradicional juego de la lotería y repartían sus planillas a cada posible víctima junto con un puñito de frijoles o garbanzos; de esa forma gritaban durante horas, descansando sólo para mojar la garganta con un poco de alipús.
En los mercados de Martínez de la Torre, Bartolomé de las Casas y San Juan de Dios, los merolicos del juego solían apostarse en hilera cual casino popular. Muy pronto se dieron cuenta de que aquel negocio daba para mucho y algunos decidieron unirse para crear las primeras carpas de juego, en las que colocaban mesas largas donde los parroquianos jugaban a llenar planillas con los números o figuras que iba dictando el gritón.
En un solo día, las carpas tiraban hasta 400 tablas, y por alguna extraña razón los ganadores no llegaban ni al 5% al final de las sesiones. Algunos sospechaban que entre los mismos jugadores la casa colocaba paleros, quienes por medio de señas secretas avisaban al pregonero sobre cuales números no sacar.
Sin embargo, lo que prevalecía era la buena fe por parte de los jugadores, lo cual promovió que, para la segunda década del siglo XX, existieran al menos 40 pequeñas carpas de juego y más de un centenar de merolicos repartiéndose el DF.
En 1933, un periódico capitalino publicó un artículo sobre este auge de los juegos de la suerte que lograban reunir en un solo fin de semana hasta a 8 mil capitalinos, generando ganancias hasta de 120 pesos por hora para cada "organizador".
Estos últimos terminaron por ser aceptados por la gente del barrio como uno más de esos personajes que buenos o malos, chuecos o derechos, agregaban sal y pimienta al diario vivir. Algunos, por arrepentimiento o la convicción de que había que pagar alguna tarifa para quedar tablas con San pedro, retribuían un poco de sus ganancias los domingos por la tarde, armando una tanda de siete premios para quien jugara más de 20 tablas seguidas.
Con el tiempo, incluso profesionistas dejaban sus despachos y consultorios para jugar un rato a la hora de la comida. Incluso los funcionarios e inspectores que recibían su mordida por hacerse de la vista gorda, no podían resistir una sesión de juego de vez en cuando, perdiendo parte de sus "honradas ganancias".
Pero como en todo, llegarían posteriormente las épocas grises. Muchos vinculan la decadencia a la aparición de las mafias que decidieron acabar con esa mala costumbre de los ganadores. Poco a poco, los parroquianos se aburrieron de no ganar ni una tabla y de que siempre fuese el mismo grupito de changos los suertudos que encontraban la canica negra o llenaban la tabla.
En 1946 se registró una pelea callejera entre un cliente pasado de copas y un merolico, terminando difunto éste último, y colocando a los juegos de azar callejeros en la mira de la opinión pública.
De esas épocas doradas cuando hasta carpas se armaban en los diferentes barrios, quedó sólo el recuerdo. De vez en cuando, algún valiente intentaba revivir la tradición instalando su mesita y repartiendo barajas y cartones en algún parque o plaza, con el riesgo de ser enchironado. no obstante, la inocencia se fue perdiendo, y los capitalinos más colmilludos y malhumorados, ya no estaban pa´ jueguitos, y en adelante prefirieron vitorear a equipos de futbol y apostar a candidatos presidenciales, cual caballos de una farsa igual de chueca, pero con más oropel.