Llamar a las cosas por su nombre
El lunes pasado vivimos una jornada brillante. El periodista italiano, Mario Calabresi nos visitó para debatir en la Institución Libre de Enseñanza sobre la banalización de la cultura popular. Teniendo como referencia a Silvio Berlusconi, pionero de un populismo bendecido por la televisión, nos preguntábamos cómo hemos llegado hasta aquí, a un tiempo en que se confunde lo popular con lo masivo y hay una rendición del espíritu crítico ante quien vende más libros, llena estadios o reina en la competición televisiva.
Si hubo un pasado en que las críticas ponían el acento en la calidad ahora se han rendido a la cantidad porque ya se sabe aquello de las 100.000 moscas. Berlusconi se ríe desde su tumba: aquel momento en el que el simpático líder se presentó como referente aspiracional para la gente del pueblo prometiendo bajar impuestos y aumentar la diversión, resumió el programa político que se ha replicado en el universo mundo.
Inevitable en la cena posterior no preguntarle a este hombre cordial que es Calabresi sobre su impactante libro Salir de la noche, que desde que se publicó en 2007 se ha convertido en referencia ética para un país que aún no había escuchado las voces de las víctimas de los años de plomo del terrorismo italiano.
Hasta entonces, contaba Calabresi, uno miraba en los estantes de las librerías y solo encontraba testimonios de los terroristas, que habían tenido la oportunidad de disertar en la tele y en las aulas de universidades sobre la retórica ideológica que alimentó la violencia.
Como es sabido por muchos, el padre de Mario era el comisario Luigi Calabresi, señalado en el año 1969 como autor del asesinato en dependencias policiales del anarquista Giuseppe Pinelli. Durante dos años, sin investigación por medio, el comisario fue víctima de un acoso mediático de tal calibre que su asesinato en 1972 no tomó por sorpresa ni al propio policía que salía a la calle desarmado porque, según confesó a su mujer:
"Para qué, si me matan será con un tiro en la nuca". Así fue. Se le dedicaban manifiestos acusatorios, chistes, incluso Darío Fo desplegó su arte en Muerte accidental de un anarquista. Puede decirse que una parte de la clase intelectual se erigió como jurado para rematar a un hombre que ya aceptaba su triste destino.
Pasaron años antes de que se determinara la inocencia del comisario, que no estaba en las oficinas cuando Pinelli murió. Mario Calabresi ha querido restituir la memoria de su padre en unas páginas entregadas a la indagación de la verdad:
"Se necesitaría una sensibilidad generalizada, pues carecemos de un sentimiento colectivo al respecto, y todo esto no puede ser un asunto privado. Todavía cuesta trabajo pronunciar palabras claras que condenen la violencia política".
Siete años después de que el periodista publicara este valiente e iluminador testimonio, se puede asegurar que ha tenido un efecto benéfico en cómo la sociedad aborda el dolor de las víctimas. Mario Calabresi tenía dos años cuando su padre fue asesinado. Solo atesora un recuerdo, el de haber asistido días antes con él al desfile de una banda de música. No quería contárselo a su madre por si se trataba de una fantasía suya.
Pero no, era cierto que aquella mañana soleada fue a hombros del padre entre la multitud. Su madre lo corroboró, y ese recuerdo brilla hoy en su memoria. Ese momento del niño aferrado a la cabeza paterna da sentido a este ensayo que ha resultado balsámico para las víctimas y pedagógico para los jóvenes.
Esperemos que algún día escriba sobre la conversación que mantuvo con el asesino de su padre. Mientras, aquí en España nos servimos de su libro para compensar los que no hemos escrito. Quién sabe si en un futuro el nieto de un guardia civil asesinado que no pudo tener un digno funeral indagará sobre la soledad en la que vivieron el dolor. Se romperán odiosos tabúes que aún impiden llamar a las cosas por su nombre.