Los ministros, a juicio
¿Hay posibilidades de reflexionar sobre la polémica en curso entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y la Suprema Corte sin que el análisis quede predeterminado por la polarización política? ¿Es una locura la pretensión obradorista de que los ministros sean elegidos por voto popular, como acusan los críticos? ¿O es la única fórmula que quitaría el carácter elitista al máximo árbitro en materia judicial, como sostiene el presidente?
El tema es importante, porque se da en el contexto de una disputa más amplia: el pulso entre dos proyectos de país que, en buena medida, se está dirimiendo en la llamada lawfare, la guerra legal, a través de tribunales y el aparato jurídico. Ese es el ámbito en el que se introducen los cambios que propone la 4T, pero también el espacio donde pueden frenarse o limitarse, sea a través de amparos o expedientes de inconstitucionalidad. Súbitamente, la Suprema Corte se ha transformado en la última instancia para dirimir muchas de estas transformaciones, con lo cual, inevitablemente, su quehacer se ha sobre politizado.
De entrada, habría que colocar a la Suprema Corte y su relación con el Ejecutivo en su justa dimensión. Hasta el sexenio pasado, el poder judicial en la práctica estuvo al servicio del poder Ejecutivo. No hay antecedentes de algún caso significativo en el que los ministros hubieran votado en contra de un deseo explícito del presidente, sin importar qué madruguete o desaseo hubiesen realizado los legisladores o la autoridad. Basta recordar que la Corte tuvo que esperar el fin del sexenio de Felipe Calderón para eximir a Florence Cassez por las obvias violaciones al debido proceso, para citar un caso.
Me parece muy sano que la Suprema Corte haya comenzado a operar con independencia del Ejecutivo, en el correcto espíritu de una efectiva división de poderes, pero conviene establecer que esa no ha sido la tradición de la que venimos, por desgracia. Y eso era así no solo por la subordinación del poder judicial ante un régimen presidencialista; también lo era porque, aunque gobernase el PAN o el PRI, en esencia constituían matices de una misma visión de país, en general también compartida por los cuadros a cargo de las instituciones. Las leyes que el ejecutivo o el Congreso enviaba a la Suprema Corte no eran iniciativas encaminadas a provocar un giro en el orden económico, político o social, como lo son ahora, al margen de la opinión que estas iniciativas nos merezcan a cada uno de nosotros.
Habría que considerar, pues, que ese cambio ha sucedido a partir del arribo a Palacio Nacional de un proyecto que difiere, al menos en buena parte, con el de las élites del país. Algunas de las decisiones de los ministros contrarias a la 4T, se explican por las violaciones al debido proceso de parte de los legisladores de Morena y sus aliados. El presidente asegura que el rechazo a sus leyes obedece a razones ideológicas, porque a su juicio predomina una visión conservadora entre los ministros, distinta a la de su proyecto. Sin duda, en parte es así, y tampoco tendríamos que espantarnos: en Estados Unidos, como en cualquier lado, pueden identificarse los ministros conservadores y los progresistas, y cada fuerza política intenta imponer los suyos. Evidentemente, la composición actual de la Corte mexicana remite a nombramientos definidos en gobiernos anteriores, con perfiles afines, además de las capacidades técnicas y jurídicas de cada uno. Pero eso no quita que algunos fallos de la Corte responden al descuido y la improvisación de los operadores de la 4T; hay legisladores que operan como si el hecho de encontrarse "del lado correcto de la historia", como afirman ellos, los eximiera de hacer el trabajo de manera correcta.
En el fondo se trata de un problema complejo aquí y en cualquier sociedad moderna. La suprema corte, o como se llame en cada caso, es el ámbito donde se establecen las pautas que definen aspectos sustanciales de la evolución de una comunidad, pero los individuos que ejercen esta función son designados a partir de la correlación de fuerzas políticas, que en muchas ocasiones provoca un sesgo político o ideológico, en mayor o menor medida.
López Obrador argumenta que la mejor manera para evitar arreglos entre las élites sería confiar en la voluntad popular y convertir esta designación en una elección general. En abstracto no carece de razón. Consejeros del INE o ministros de la Suprema Corte, elegidos hoy por las cámaras, corren el riesgo de ser definidos, con dedazos ocasionales de parte del Ejecutivo en funciones, por acuerdos entre las cúpulas de los partidos, no necesariamente la parte más sana de la sociedad.
Pero digo que tiene razón en abstracto porque en la práctica la elección popular tiene peligros evidentes. Quizá el Congreso tendría que hacer una preselección técnica de los candidatos para cubrir requisitos jurídicos y de capacidad profesional; pero la elección última dependería de la promoción para darse a conocer, de los recursos económicos que tengan para financiar una campaña, de atributos engañosos como la facilidad de palabra, de rasgos de popularidad que rozan la frivolidad, de estrategias en redes para enlodar rivales. Ese es el mundo real. Ganarían los apoyados por chequeras sin fondo, los impulsados por algún partido, los favoritos de los medios o los jilgueros de pico de oro. Difícilmente el estudioso, concentrado, imparcial, el jurista responsable con el país, más allá de su protagonismo o su promoción personal. Son dudas genuinas, de logística en gran medida, que trascienden el pleito ideológico del momento.
Si Morena va a presentar una iniciativa de ley al respecto, sería muy necesario que ofreciera una respuesta a estos evidentes peligros. Las preocupaciones aquí externadas sobre el voto popular no son insalvables, pero habría que construir los argumentos para solventar sus riesgos; y para ello no basta descalificar lo que ahora existe.
Después de todo, en este momento son designados por mayorías calificadas a partir de los legisladores elegidos por el voto popular. Una fórmula defectuosa e imperfecta que habría que cambiar, a condición de tener una mejor. No está claro, a menos que se argumente, que el voto directo lo sea, todavía.
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