Luna de verano
Llevamos aquí sólo unas horas y ya parece que vinimos hace días: que hemos tenido tiempo de limpiarnos del ruido violento de Madrid y del otro ruido, más venenoso que el dióxido de carbono, el de la furia política de una derecha que se ha lanzado con desvergüenza y cinismo a agitar los fantasmas letales de la xenofobia, copiados ahora del lenguaje de Trump y sus discípulos extremistas europeos: el emigrante como amenaza, el extranjero de piel más oscura sobre el que se proyecta el miedo al atraco, al asalto nocturno de la vivienda, a la ocupación y el saqueo de lo que nos pertenece a los nativos.
El color de la piel y la masculinidad joven del invasor aluden a otro miedo más sórdido, aunque muy extendido en las peores épocas de la segregación en el Sur de los Estados Unidos, el del abuso sexual contra las mujeres blancas, "nuestras mujeres", según dice con inquietante posesivo el aspirante a presidir el gobierno de España, quizás preocupado, como algunos de sus socios, por la pureza de la raza.
Hemos llegado con el cansancio de varias horas en el coche y los ojos colmados por los paisajes gradualmente solitarios y agrestes que atraviesa la carretera, una vez que se quedaron atrás los desfiladeros de camiones y los desmontes áridos de la salida de Madrid.
Hasta la hora del atardecer era más prudente descansar en una penumbra de persianas bajadas y cortinas débilmente movidas por esa brisa casi secreta que incluso en los días de más calor circula por las casas antiguas de muros anchos y encalados.
Ahora, cuando la sombra inclinada de los montes y de los chopos muy altos empieza a cubrir los caminos, y cuando los vencejos despegan de los tejados como escuadrillas de aviones de caza, es el momento de salir a la calle, las calles estrechas y empinadas que se parecen a los pueblos moriscos de las Alpujarras.
Hay una animación amortiguada de final del día de trabajo, un rumor de gente y de vasos en el chiringuito de la orilla del río, un alboroto festivo de niños en un parque escolar. En esta luz ya tibia que todavía no declina las cosas se ven con mucha precisión, me dice la que viene siempre conmigo.
Y es una precisión idéntica la que tienen los sonidos: cada uno aislado y completo en sí mismo, cubriendo a veces una larga distancia, de modo que una voz lejana o el silbido de un pájaro parecen estar muy cerca, siendo invisibles, como el motor lento de un tractor que no vemos.
Sin decir nada nos acogemos al silencio, que tiene una pureza cóncava como de interior de aljibe, y vamos oyendo nuestros pasos sobre el camino de tierra. Lo que estamos viendo en nuestra caminata, mientras cae la tarde y va llegando la noche, lo dice exactamente Antonio Machado: "Y el camino que serpea/ y débilmente blanquea/ se enturbia y desaparece".
He traído más libros de poesía que ensayos o novelas. Uno elige los libros que lee casi tan poco como elige los que escribe. Unos y otros, los mejores, o los más verdaderos, llegan de golpe y como por milagro, abriendo caminos inesperados para la imaginación, ofreciendo alimentos afectivos o espirituales que uno no sabía que necesitaba. En la frígida cultura literaria española es de mal tono encontrar en los libros valores que no sean o finjan ser estrictamente intelectuales.
Pero yo he llegado esta vez a la poesía por una necesidad instintiva de fortaleza y consuelo en una aflicción que no pueden curar solo las medicinas, que han venido conmigo en la misma mochila que los libros. Desde hace meses no me separo de los poemas de Emily Dickinson, y a través de ella, por esas ramificaciones fértiles de la lectura, he llegado a las poetas que ella admiraba, Emily Brontë, Elizabeth Barrett Browning, Christina Rossetti, y hasta he descubierto que también George Eliot, otra de las afinidades de Dickinson, escribió algunos poemas memorables.
Antonio Machado queda muy bien en esta compañía, porque su intensidad emocional y muchas veces política, su fragilidad y su dignidad solitaria, se corresponden con una capacidad de observación contemplativa de la naturaleza que está en cada una de esas mujeres. Traducido al inglés, Antonio Machado parece un poeta chino.
Hay épocas sombrías en las que uno comprende que por sí solo no es nadie: sin amor, sin amistad, sin naturaleza, sin silencio, sin esas voces de la poesía que parecen hablarle al oído, y confortarlo en la oscuridad, y abrirle los ojos al mundo, y sacudirlo y desafiarlo para que no se rinda. Hay épocas en las que puede herirnos justo la música que más nos conmueve.
Yo esta tarde, este anochecer, pongo el oído a otras músicas que me estremecen sin peligro: la del río estrecho y caudaloso que discurre a lo largo del camino, la de los chopos y sauces inmensos y los tupidos cañaverales de las orillas. La música del agua es más sonora o más serena según la inclinación variable del cauce.
La de los chopos crece como un oleaje cuando sus copas las empuja, dice Emily Dickinson, la zarpa del viento, y cuando la noche se hace más oscura. Rozado por el agua, el tocón de un sauce muerto tiene algo de roca y de ídolo descabezado por los siglos. A lo lejos brillan las luces del pueblo en su ladera. Pero es mucho más deslumbrante el mapa escolar de las constelaciones en el cielo.
De regreso al pueblo, en la carretera casi desierta, hay un corro de mujeres musulmanas que charlan en árabe mientras vigilan a sus hijos, que juegan en árabe y en español. Un poco más allá vuelve el silencio. César, nuestro guía, nos indica la cima de un cerro, una gran silueta oscura y masiva, sobre la que hay como un rastro difuso de claridad. "Está a punto de salir", dice César.
La claridad crece muy poco a poco y se convierte en un gajo blanco contra el que se recortan los pinos de la cima. Nos quedamos quietos, mudos, sumergidos en un tiempo que es más lento a causa del silencio, mientras la Luna va asomándose, como con cautela, igual que la verían surgir como una aparición sobrenatural nuestros antepasados más remotos. Ahora ya se despega de la cima del cerro, con una majestad ingrávida, como un globo aerostático que va tomando altura, y nosotros no hacemos otra cosa que mirarla.
Las familias musulmanas también han esperado a que ascendiera la luna para retirarse. En este pueblo de interior, que perdió la mayor parte de sus habitantes con las emigraciones de los años sesenta y setenta —a Barcelona, a Francia, a Alemania, a cualquier sitio donde hubiera trabajo— la escuela sigue abierta porque los niños de origen marroquí o rumano mantienen llenas las aulas, y sus padres y madres, sus parientes adultos, trabajan en el campo, en la construcción y en los servicios, aunque ya hay algunos que empiezan a abrir sus propios negocios.
Una panadería que habría cerrado al jubilarse el dueño ahora la regenta con éxito una familia rumana. El pueblo, a través de Cáritas, también acogió a refugiados de Ucrania.
Dicen los profesionales de atizar el odio que nuestras calles son cada vez más inseguras por culpa de los emigrantes. Una evidencia estadística universal confirma que el porcentaje de delincuentes en las comunidades de emigrantes es inferior al de los nativos. Lo último que quiere el recién llegado es llamar la atención de la policía.
"Sin los emigrantes no se sostendría la vida de este pueblo", nos dice el primo Javi, que no se fue nunca de él. En este silencio que nos acoge a medianoche duermen algunos centenares de personas que han encontrado aquí una vida laboriosa y decente, y un porvenir para sus hijos. Quien se empeña en destruir esta convivencia con embustes y calumnias está dañando la patria que dice defender, la patria cruel que para existir necesita extranjeros indeseables y enemigos.