Mad Mex
Volver a la ahora Ciudad de México luego de vivir una década en Madrid conlleva un íntimo cuadro de daños colaterales cuya sintomatología comienza con el necio afán de seguir refiriéndose a la querencia como D.F. y defeño a todo lo que permanece intacto, pero la enfermedad engaña los pasos del paseante y en el tercer tramo de un paseo las raíces de los árboles como nervadura inquieta bajo las banquetas nos recuerdan que las aceras lisas o con baldosas de cuadritos han quedao en el olvido.
Incluso al volante, no hay una sola calle en Ciudad de México lisa y sin baches y la nostalgia por las pocas veces en que se conducía en Madrid -con vehículo alquilado- remiten a la distorsionada bitácora de que en Mad prefería el transporte público: el Metro sin humaredas y vagones asardinados, la nula necesidad de apearse a la mitad de un túnel subterráneo y caminar en fila india hasta el andén de la siguiente estación (cuidando minuciosamente no pisar la vía vía porque te vuelves chicharrón). De la infinita escalinata de la estación Barranca del Muerto prefiero no intentar demostrar que no es más que una fiel reproducción de los estrechísimos escalones de un templo azteca por donde reptamos drogados directamente al sacrificio de todos los días, donde alguien, algunos, ésos y otros nos devoran a diario el corazón palpitante.
Allá en Mad, el autobús que parecía recién estrenado con magnífico sistema de aire acondicionado helado en verano y entrañable en invierno, limpieza y silencio... a contrapelo del pinche pesero MEX imperdonable donde haces un acto de fe pasando el pago de tu pasaje en monedas de mano en mano de extraños (y milagrosamente, recibiendo a los pocos minutos las monedas del cambio exacto). Entonces, Mad Mex es la hipnótica enfermedad de seguir soñando Mad en Mex: que el pasaje en taxi o autobús tiene precio fijo a Barajas y que el recorrido al Benito Juárez debe planearse con tres horas de anticipación; que los pinches camiones delirantes parecen reinventar la ruta para romper su monotonía o cumplir sus antojos a contrapelo del perfecto cronometraje de los autobuses que anuncian sin violación el minuto exacto de llegada a cada una de las paradas trazadas entre el Paseo de la Castellana (que no es Paseo de la Reforma y Puerta del Sol (que ya nada tiene de Zócalo).
Mad Mex las veinte mentadas de madre que me lanzan el mismo número de automovilistas y motocicletas absolutamente desconocidos, como si me tuvieran verdadero motivo para insultarme y Mad Mex el explendio de todos los productos imaginables en cada semáforo o cruce peatonal que no tiene aquí nada de paso de cebras y Mad Mex el lanzallamas y el genio malabarista de esferas de cristal, los niños payasitos sobre los hombros de sus mayores también payasitos y los limpiaparabrisas que ejercen ese vaivén de jabón con mugre (también en Madrid) pero que sólo en México se ofrece durante aguaceros.
¡Ah, las alcantarillas y la ausencia de desazolve! La Venecia de mierda en el barrio ancho de Chalco que lleva ya casi un mes anegado en aguas negras y los ríos y riachuelos en los que se convierten la mayoría de las vías por donde siguen vendiendo manojos de rosas y el absoluto desquiciamiento de siglos donde todas las generaciones de nuestros fantasmas pretéritos se vuelven a manifestar como brisas de calor y luego vientos fríos y secas horas de Sol quemante que se interrumpen con nuevos diluvios indescriptibles de lluvia ácida y los recorridos que duran veinte minutos de ida (en coche) y tres horas de regreso (por las mismas calles) y la pendencia constante de caminar en tropel al grado de echar de menos o extrañar a tanto pelmazo que estorba las aceras en Madrid, las puertas del Corte Inglés e incluso casi todas las escaleras eléctricas.