Nadie es perfecto
Hace tiempo que quiero escribir la historia de un joven que entra a trabajar en una tienda de ropa gracias a las políticas de integración. Con problemas de psicomotricidad, deficiencias en el habla y una enorme desventaja intelectual, el joven recién contratado comienza a superar a sus compañeros en ventas y organización.
Tras ser elegido empleado del mes, su carrera ascendente es imparable y antes de un año es jefe de planta. Asombrados ante su rendimiento, los directivos de la empresa le hacen responsable de la tienda.
Desde allí, el joven coloca como empleados a personas con discapacidades, como las suyas y aún más graves, pero sin que eso parezca perjudicar a las ventas de la empresa, sino todo lo contrario. Ante los buenos resultados, la tienda pasa a estar únicamente regida por ellos y otras tiendas del sector emprenden el camino idéntico de dejar la responsabilidad de los centros a personas con capacidades especiales.
Pero el efecto contagio no se detiene ahí, sino que en otros sectores cunde el ejemplo y el buen rendimiento de estas personas, habitualmente relegadas a completar plantillas con la cuota para integración, se alzan como quienes desempeñan con más rigor, entrega y capacidad sus trabajos.
No tarda demasiado en llegar a consejero delegado de estas empresas algún directivo con discapacidad y la corriente parece imparable. Lejos de una moda o una labor social, el asunto se convierte en una cuestión de eficacia.
Paralelamente, personas con discapacidades diversas comienzan a ocupar puestos de responsabilidad en partidos políticos, sindicatos y prensa.
También en los deportes su rendimiento compite con el de los más dotados en apariencia y de manera paulatina la sociedad se va concienciando de que aquellas personas que considera disminuidas se han convertido no ya tan solo en imprescindibles, sino en líderes nacionales que ocupan los principales espacios de poder.
Todo parece ir bien, salvo que las personas que anteriormente se consideraban a sí mismos como normales comienzan a rebelarse ante su marginación evidente y demandan cuotas de integración y leyes de paridad para no quedar marginadas en cada elección de personal y en cada entrevista de recursos humanos.
Es una suerte que los dirigentes con discapacidades entiendan perfectamente el rencor que provoca la sensación de marginación, quizá porque algunos llegaron a sufrirla en sus orígenes, así que encaran este descontento con empatía.
Lo más sorprendente es que esta inocente y juguetona alegoría sobre la estupidez de considerarse normal y a salvo de las limitaciones se ha hecho realidad en el primer debate de la nueva disputa electoral entre Joe Biden y Donald Trump por alcanzar la presidencia del país más poderoso del mundo.
Muchos se han alarmado al constatar que en Estados Unidos tendrán que escoger entre dos personas con limitaciones evidentes. Uno de ellos arrastra las carencias físicas y cognitivas de la ancianidad.
El otro, las carencias típicas que conlleva la amoralidad y el cinismo. Pero en este debate hay una confusión profunda: ¿en qué momento los demás nos creímos perfectos, saludables, normales? ¿Por qué extraña combinación de ignorancia y autosatisfacción catalogamos de capaces o incapaces a los demás sin tener en cuenta nuestras propias limitaciones? ¿Somos pocos los que creemos que Joe Biden con su fragilidad senil es el mejor rival contra la soberbia petulante de Donald Trump? La discapacidad es, sin duda, la característica principal del humano.