Olor a humo, olor a guerra
Creíamos que la guerra era cosa del pasado. Estaba en los libros, en el cine, en el testimonio de los abuelos. El
telediario decía que aún estallan conflictos a gran escala, pero en tierras remotas a las que el europeo común no suele ir de paseo con el perro.
Suprimidos los tradicionales campos de batalla por la desigualdad de fuerza de los contendientes o porque el armamento actual desaconseja el uso de la bayoneta y la montura, lo más parecido a hechos de armas que conocimos fueron la bomba esporá-
dica y el goteo de asesinatos.
Yugoslavia, en los noventa, fue un aviso serio.
La invasión de Ucrania ha encendido nuevas alarmas, sobre todo en los países limítrofes.
Hace tiempo que a quienes residimos cerca del estruendo se nos confronta con indicios inquietantes.
Conocí el terrorismo, pero no el lanzamiento de misiles contra bloques de viviendas, que es lo que ahora se lleva.
Nunca antes viví con la posibilidad real de la guerra en lugares por donde transito. Ya Angela Merkel, antes de la anexión rusa de Crimea, nos recomendó que almacenáramos víveres y agua en la despensa.
La acusaron de generar pánico. ¿Algo sabía que no dijo? Por aquellos días, el exministro verde Joschka Fischer advirtió en un libro de los riesgos que corría la Unión Europea por su creciente debilidad económica y militar. ¿Otro alarmista?
He leído que cada vez más polacos buscan fuera de su país cobijo donde refugiarse en cuanto se produzca la agresión que vaticinan.
El ingreso veloz de Suecia y Finlandia en la OTAN no es un hecho gratuito. Y, mientras tanto, el ministro de Defensa alemán y los Verdes, tan pacifistas ellos, sugieren que se reactive en Alemania el servicio militar obligatorio.
Demasiado olor a humo como para ignorar la cercanía del incendio. Recuerdo una frase oída hace años a un compañero de letras: "No me preocupa la guerra, pues seguro que me matarán el primer día". Entonces pensé que era un chiste. Incluso me reí.