Política a puñetazos
Escribe Antonio Scurati, novelista italiano conocido por sus libros sobre el fascismo: "El proceso de desintegración de la democracia liberal que tiene lugar en mi país desde hace casi dos años parece más una guerra de desgaste que un asalto frontal".
Lo expresa con mucha más elocuencia que otros que llevan tiempo advirtiéndonos de que las democracias no se quiebran de forma súbita: el vaciamiento es lento, a veces imperceptible. Scurati menciona también el proyecto de reforma constitucional de Giorgia Meloni, aprobado ya en primera lectura por el Senado.
Meloni pretende que el primer ministro sea elegido directamente por el pueblo cada cinco años al tiempo que se producen las legislativas, añadiendo una prima de mayoría para el partido o coalición de quien sea elegido. El Parlamento se convertiría así en una marioneta al servicio del Gobierno, debilitando considerablemente al presidente de la República.
Como buena populista, Meloni piensa que la legitimidad del jefe del Ejecutivo vía voluntad popular no podría ya ser eclipsada por el papel moderador (incluso de referente moral) que han jugado figuras como Sergio Mattarella o Giorgio Napolitano en la historia de la República Italiana.
La flexibilidad de la democracia es apenas "un juego de palacio" frente a la fuerza legitimadora del líder ungido directamente por el pueblo.
Pero lo más grave, como señala Scurati, es que lo que subyace bajo esta transformación radical del equilibrio constitucional italiano es el desprecio a la cultura desde la que se creó la propia República: el antifascismo, la prevención institucional que evite el regreso del líder mesiánico. He aquí la figura "presentable" de la nueva internacional ultra y sus planes para llevar estabilidad a Italia.
Scurati habla hermosamente, y acude a T. S. Eliot para hablar de este anochecer democrático: "Así es como se acaba el mundo, no con una explosión, sino con un gemido". También Robert Frost nos susurró que el mundo acabará en fuego o en hielo, pues el lento congelarse es, al cabo, una eficaz destrucción.
Tal vez la poesía ayude a desmentir otro lugar común: no es cierto que un extremista en el poder se modere. Tampoco que en Italia no esté pasando nada: con reformas perfectamente legales se pueden destripar las democracias.
Es posible, incluso, vaciarlas de su propia historia, como quiere Meloni, o desdeñar los más básicos controles al poder, como ha hecho el Parlamento eslovaco disolviendo la radio y la televisión públicas para regalárselas al Ejecutivo. Y por supuesto que es peligroso que el delfín de Marine Le Pen llegue al poder, como lo es banalizar este desastre presentándolo como una posible estrategia de Emmanuel Macron.
Olvidamos que el populismo es contagioso: por eso funciona. Si el extremista se salta las reglas o incendia el debate la tentación es responder a puñetazos. Pero si un bando no juega limpio, el otro debería defender el terreno de juego incluso con una mano atada a la espalda, aunque quede como un tonto a ojos del mundo. De lo contrario, comienza "la espantosa carrera" del Fouché de Stefan Zweig, cuando en el juego del poder "nadie se atreve a quedar por detrás".
Macron, enfadado con los electores, dice que Francia está al borde de una guerra civil. Hasta ayer, un joven de origen indio deportaba inmigrantes a Ruanda desde el 10 de Downing Street. Enloquecemos, porque jugamos con fuego. Cuando la política se defiende así en todas partes, a puñetazos, tal vez sea porque todo ha cambiado ya para siempre. Acaso, sin saberlo, ya hemos perdido.