Un dios ciego
De vuelta a casa, me crucé en la calle con una rata que, lejos de huir, se detuvo y me miró de un modo en el que percibí un atisbo de humanidad.
Turbado por la experiencia, la dejé atrás mientras recordaba un verso del argentino Diego Roel: "Una lagartija irrumpe en el cuarto: me mira con los ojos de mi padre".
Pensé en la cantidad de ojos abiertos al mundo, pues no hay un solo lugar del pla-
neta inobservado: ojos de gorrión y de elefante y de mosca y de serpiente y de águila; ojos insólitos de caballos y vacas, ojos sin párpados de calamares, ojos de nutria y de camaleón, los ojos de todas las criaturas de la selva, de todas las criaturas del desierto, del océano, del aire, de debajo de la cama. Cuando a la evolución le funciona algo, no deja de repetirlo hasta el hartazgo.
No es raro, pues, que un poeta se sienta vigilado por su padre desde el cuerpo de un pequeño reptil. Ignoro quién me miró a mí desde la rata, pero se trataba de alguien muy familiar, de ahí la sensación de haberme asomado, más que a un animal, a un abismo.
Quizá a ella le ocurrió algo semejante. Yo caí, en fin, dentro de la rata y la rata dentro de mí. Tal vez mi imagen continúe en su cerebro, como la suya pervive en el mío.
Ya en casa estuve viendo en Internet ojos de animales, y distinguí en un chimpancé los de un antiguo profesor de griego y, en un lémur, los de un compañero de la infancia. Si tenías paciencia, todos los ojos de tu vida estaban repartidos por la naturaleza o por los zoos. Luego fui a ver los míos en el espejo del cuarto de baño y resultó que no eran los míos, sino los de alguien que observaba la realidad a través de mí. Alguien, pero ¿quién?
Cuanto más los observaba, más ajenos me parecían. Aquella forma de alteridad, incrustada en mi propio ser, resultaba
desconcertante: ¿Al servicio de quién estaba mi mirada? ¿al de un dios ciego que se servía de los ojos de los seres vivos para contemplar su creación?