Violencia política de género: un comodín

El delito es un concepto paraguas que ha servido para amparar castigos que habitan entre lo absurdo y lo grotesco
Cuando la política dejó de ser un juego de hombres y las mujeres entramos a los márgenes de la escena, entendimos que no bastaba con llegar: había que defendernos. Que necesitábamos armas para resistir.
Así, hace apenas un lustro, conseguimos el reconocimiento legal de la violencia política en razón de género.
Un caso basta para ilustrar la necesidad de la herramienta: los perversos comentarios que Ricardo Salinas Pliego dirigía contra Citlalli Hernández durante el sexenio anterior. Aquello no era crítica política: era violencia política en razón de género. Burlas miserables sobre su cuerpo. No atacaba sus ideas; sino su condición de mujer.
La violencia política en razón de género se encarna cuando adopta la forma de escarnio a mujeres que osan ocupar un lugar en la arena pública.
Cabe, por supuesto, preguntarse si es la autoridad electoral —esa institución diseñada para organizar elecciones y contar votos— la instancia adecuada para sancionar la violencia política en razón de género. Pero esa es, claro, una digresión que habremos de dejar para otro día.
Tampoco es que vivamos en tiempos estelares de sensatez competencial.
Hoy, la violencia política en razón de género es un feísimo cajón de sastre donde cabe todo. Un atrapalotodo, un comodín. Un concepto paraguas que ha servido para amparar sanciones de lo más variopintas. Castigos que habitan entre lo absurdo y lo grotesco.
A falta de pan —un camino judicial para atemorizar bocones—, tortilla.
A falta de una vía civil, los bribones encontraron una nueva vía.
Lo que nació como una herramienta para proteger a las mujeres se fue torciendo hasta volverse escudo de incómodos cuestionamientos. De legítima defensa a blindaje oportunista.
Ajústense los cinturones que la pendiente es resbaladiza.
En el principio fue Andrés Manuel López Obrador. Lo sancionaron por atreverse a dudar de los orígenes indígenas de Xóchitl Gálvez, por insinuar que se trataba de un títere de un grupo de hombres. Al expresidente lo condenaron, en suma, por la emisión de juicios que serían ciertos con independencia de que el sujeto en cuestión fuera hombre, mujer o venado.
Descubrimos entonces que la búsqueda de la verdad tiene género.
Luego vino Alessandra Rojo de la Vega, alcaldesa de Cuauhtémoc. Intentaron arrebatarle el triunfo por haber osado, en campaña, vincular a su adversaria —Catalina Monreal— con el cartel que lleva su apellido. Vaya desprestigio, decía. Como si en el apellido no cargara ya la penitencia.
Ante aquella intentona, hasta Obrador refunfuñó.
El tercer caso que traigo a cuento es el de Héctor de Mauleón, sancionado por llamar huachicolero al cuñado de quien pronto será la Presidenta del Supremo Tribunal de Justicia de Tamaulipas.
Lo dicho: no se trata de proteger mujeres, sino de blindar políticos.
Detrás de De Mauleón viene su némesis. Álvaro Delgado —en las antípodas ideológicas del primero— tampoco salió ileso. La misma sanción recibió por un gesto tan cierto como verificable: recordarle a Zulema Mosri —candidata a ministra de la Corte— el nombre de su actual marido.
Reitero: lo de hoy no es protección ante la violencia política de género; es incomodidad ante la crítica.
Lo de Laisha Wilkins —la actriz— ya bordea el delirio. El Tribunal Electoral busca sancionarla por reírse de un tuit. Su pecado fue encontrar gracioso un encabezado de Aristegui Noticias que llamaba Censuradora a Dora, la que soñaba con ser apodada Transformadora.
A Dora no le hizo gracia.
Vamos acercándonos al colmo, aunque no al final. A Miguel Meza, presidente de Defensorxs, lo acusan de violencia política de género por señalar ... a un hombre. No a cualquier hombre, sino a un candidato a juez laboral denunciado por 36 mujeres por acoso sexual y amenazas, y por haber atropellado a un motociclista que murió. Un hombre de armas tomar.
El último caso que traigo al texto es aberrante. El Partido Verde ha instrumentalizado la violencia política en razón de género en contra de periodistas de una radio comunitaria: Radio Teocelo. ¿El pecado? Denunciar en 2024 las malas prácticas de la dirigencia del partido. Lo de siempre: corrupción y nepotismo. El castigo ha alcanzado no solo a periodistas, sino al derecho de una comunidad a informarse.
El común denominador: políticos de piel finita que han desvirtuado una figura valiosa. Como saben que las vías civiles de censura e intimidación no les funcionarán, han optado por el atajo electoral. Y —en compadrazgo con las autoridades— sean institutos o tribunales electorales— han convertido un mecanismo de defensa en instrumento de castigo.
Total que la herramienta que teníamos las mujeres para defender legítimos derechos, ha sido tomada. Total que no podemos tener nada bonito. Total que ni siquiera en tiempos de la primera Presidenta, se pueden tomar nuestra lucha en serio.