Daños punitivos
Desde hace tiempo nos hemos habituado a recibir una dieta informativa colmada de datos: números y porcentajes de finanzas, resultados pormenorizados de eventos deportivos, de transacciones económicas, de flujo de personas, lo mismo que cifras de todo tipo y contabilidad de lo inimaginable sacian el hambre mediática del hombre común.
Los datos duros son verdades útiles en su ámbito y es claro que, hoy, los números que lanza la pandemia dictan la agenda próxima de instituciones y personas. Sin embargo, no solo de datos vive el hombre, sino de horizontes que trasciendan lo práctico y concreto del haber y deber, por decirlo contablemente.
Que los políticos y empresarios, comunicadores o médicos, aporten datos reales y directos no sólo es necesario y conveniente, sino que urge siempre la medida y el resultado preciso. Pero la humanidad también se alimenta de la perspectiva del filósofo, de la propuesta del ideólogo, de las nobles aspiraciones del líder, o de la esperanza del teólogo.
Y aunque no lo pareciera, cada ciudadano busca también sus anhelos: la mamá que inspira bondad en sus hijos, el abuelo que infunde unidad a su descendencia, el maestro que abre horizontes en alumnos, el empresario que comunica visión y misión a su negocio. Todos necesitamos un horizonte que trascienda números. Es ahí donde se abre paso la esperanza.
Y mientras los teólogos afirman que la segunda virtud teologal consiste en la certeza de que Dios cumplirá su proyecto de salvación, en los terrenos más mundanos esta virtud se traduce en el ímpetu humano que le lanza para lograr que todo resulte mejor de lo que imagina.
Es por eso que me atrevo a afirmar que una aportación peculiar de la Iglesia —a esta y otras crisis— no radica en el número de despensas repartidas ni en la cantidad de fieles en sus templos, tampoco en la infinidad de hospitales, asilos, escuelas, cooperativas u obras sociales que respalda, lo mismo en ambientes urbanos o rurales, y con frecuencia inhóspitos. Un aporte propio de la Iglesia es infundir esperanza.
Cuando el imperio romano se desmoronaba, San Agustín veía el advenimiento de una Ciudad de Dios que colma la expectativa humana; y mientras el primer milenio agonizaba, la vida monacal fue bastión de horizontes renovados; y cuando el hombre del renacimiento recuperaba un antropocentrismo polifacético, Santo Tomás Moro proponía su Utopía que hoy nos sigue haciendo falta, tanto como la esperanza.
Clérigos y laicos hemos favorecido un papel meramente cultual y devocional de la Iglesia (con humildad debemos pronunciar un "mea culpa"), y de ahí que muchas personas extrañan la rutina marcada por el calendario litúrgico y las tradiciones socio-religiosas, ahora suspendidas por la pandemia.
Y aunque pareciera un absurdo contraste, incluso a pesar nuestro ni hemos podido ni lograremos apagar la esperanza, pues así como hunde sus raíces en Dios (por eso es virtud teologal) así sus ramas se extienden en los recovecos de actividades y estructuras humanas.
Lo mismo el misionero o el fiel devoto, así como obispos o catequistas —todos— tenemos la inacabada tarea de trabajar más allá de datos y cantidades (pequeñas verdades útiles y necesarias) y mantenemos la perspectiva de un horizonte marcado por la esperanza (gran verdad y virtud indispensable) que trasciende crisis y catástrofes, pandemias y recesiones.
"Que pierda toda esperanza quien cruce este umbral", escribía Dante ante las puertas del infierno. Lejos de dar oídos a tremendistas apocalípticos y merolicos que cantan victorias sin haber luchado, la Iglesia sabe que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Estamos marcados —genéticamente— por la esperanza firme. Así que sigamos adelante.
DEJA TU COMENTARIO