Los instintos sanguinarios

Para poder combatir a la Alemania nazi, que de la mano de Hitler puso en marcha en 1939 una eficaz maquinaria de terror para construir un Gran Reich y dominar Europa y el mundo, los dos grandes países democráticos —Francia y el Reino Unido— tenían que ocuparse en el plano político de dos cuestiones imprescindibles: contar con gobiernos unidos que hicieran pública su determinación de librar esa batalla y convencer a la opinión pública para que les diera su apoyo. Ambas condiciones solo se consiguieron "de manera imperfecta", observa Olivier Wieviorka en su Historia total de la Segunda Guerra Mundial (Crítica). Y poco después añade que "no supieron movilizar a su ciudadanía, pues ni precisaron cuáles eran los objetivos de la guerra ni le hicieron comprender qué peligro mortal acechaba a su nación".
A finales de febrero, en el tenso encuentro que tuvo con Zelenski en la Casa Blanca, Trump quiso hacerlo responsable de jugar con "una tercera guerra mundial". Y desde entonces ese horizonte, absolutamente devastador, se ha colado en la conversación, y por eso conviene leer un libro como el de Wieviorka. Se ha propuesto acercarse de manera total a cuanto ocurrió, es decir buscar "la pluralidad de parámetros" que se compaginaron para que aquello sucediera. No solo da cuenta de las campañas militares, sino de lo que las rodea: los elementos ideológicos, diplomáticos, sociales, las cuestiones económicas y de intendencia, las resonancias que provocaron en cuantos se vieron implicados. Se ha alimentado de la historiografía más reciente para acabar con las leyendas que distorsionan la comprensión de aquella guerra y busca comprender las razones que impulsaron a su protagonistas.
A las pocas páginas se habita ya dentro del desgarro que provoca el proyecto de Hitler. Poco después de invadir Polonia, un general de la Wehrmacht muestra a las claras de qué va la cosa: "Si se producen disparos en algún pueblo a la retaguardia del frente y resulta imposible determinar de qué casa proceden, deberá meterse fuego a todo el municipio", ordena. Fue una guerra que afectó directamente a la población civil. La machacó, la esclavizó, la destruyó. En esos primeros meses, Francia cayó de manera precipitada. Wieviorka recuerda a aquel general que "había abandonado sin que mediara orden alguna la ciudad que tenía su cargo por la simple razón de que, a su entender, el enemigo ya no estaba lo bastante lejos". Los mandos se vinieron abajo. El Reino Unido resistió mejor porque existió un liderazgo que fue capaz de reunir a los suyos contra la amenaza totalitaria. El 10 de octubre de 1940 "la National Gallery organizó un primer concierto a la hora de almorzar. En medio de las llamas o entre las ruinas, muchos ciudadanos de a pie dieron muestras de un arrojo excepcional".
Las guerras erosionan las fibras morales de las personas. "Por momentos siento unos instintos sanguinarios que me asombran", escribe en su diario uno de los aviadores que se bate contra los cazas alemanes en la batalla de Inglaterra. Saqueos, violaciones, matanzas. Wieviorka muestra que los mayores desmanes de la soldadesca gozaron de impunidad porque cuanto hicieron se inscribía en "un universo ideológico que exaltaba la violencia". En la Europa de hoy, la opinión pública no quiere saber nada de una nueva guerra. Wieviorka cuenta lo que pasó en una de las más brutales, pero acaba con André Gide: "Ya se ha dicho todo, pero, como nadie escucha, no hay más remedio que volver a empezar sin descanso".