Cupido en aprietos
Comenzamos hace días el llamado mes del amor. Por doquier se ven las manifestaciones de este bello sentimiento: tarjetas, globos en forma de corazón, imágenes de enamorados que saturan las redes sociales y Cupido se convierte en el personaje principal en estos días. Todo esto me remonta a mi convivencia con el angelito de las flechas y los corazones. Me unieron a mi esposa, Rosalba, treinta y seis años de feliz matrimonio, pero como todos, esta relación tuvo un inicio.
Tratando de “flechar”
Cuando empezaba a tratarla y cortejarla, siendo ambos estudiantes en la Facultad de Comercio de la UAT, fuimos un día a la feria de esta ciudad, acompañados de otra pareja amiga (los cuatro en el coche de nuestro amigo). Anduvimos los dos caminando por ahí, nos comimos unas fresas con crema, platicamos, y entonces, con arrobadora candidez, me pregunta si quería subirme con ella a uno de esos juegos que dan vueltas y vueltas. Soy malísimo para eso, me mareo hasta en los caballitos, pero como andaba quedando bien, me hice el macho y le dije que sí. A ella, al contrario que a mí, al parecer el zangoloteo le encantaba, porque bajando de ahí, me pidió subirnos a otro juego igual o peor de salvaje. Finalmente, me pidió que fuéramos a la rueda de la fortuna. Ya para estas alturas yo estaba a punto de devolver las fresas, pero todo fuera por sumar puntos, le dije que sí. Cada vuelta del armatoste ese me parecía eterna y fue un martirio para mí. Cómo estaría la cosa que, en una de las vueltas de la rueda, el operador de ese infernal aparato vio mi cara y lo detuvo para que mejor me bajara.
Mi amigo que nos acompañaba me tuvo que ayudar a llegar al carro y todo el camino hasta mi casa me fui dando un lamentable espectáculo a través de la ventana del vehículo (adiós fresas, tan caras que me habían costado). Cómo decía el Piporro, ¡qué sopor y qué bochorno, raza! No sé de qué artes me valí después para recuperar puntos ante mi pretendida.
Tiempo después, mi encantadora Dulcinea me invitó a que jugáramos basquetbol en las mañanas. Nunca he sido muy bueno para los deportes. Ok, corrijo: Nunca he sido NADA bueno para los deportes. Con decirles que en la secundaria reprobé esa asignatura (de veras). Para acreditarla, el profe de Deportes me puso a correr 25 vueltas alrededor del perímetro de la escuela. Ese día, llegué a mi casa en calidad de bulto. Me prendí de la manguera (sí muchachos, antes tomábamos agua de la manguera), me dejé caer en el suelo en la entrada de la casa y ahí me quedó dormido como 3 horas.
Pues ahí me tienen, con todas mis insuficiencias deportivas, ante esta petición que me congeló la sonrisa al momento de escucharla, pero había que sumar puntos, así que ahí estuve, puntual a la cita todos los días a las 7 de la madrugada en el estadio de la ciudad. El martirio no duró mucho. En cuanto ella se dio cuenta de que no le atinaba ni aunque me pusieran un tambo de 200 litros como canasta, y que en las tardes llegaba a la escuela caminando como si anduviera rozado, todo adolorido, desistió de sus ingratas pretensiones.
En deuda con Cupido
Con semejantes desfiguros, yo me imagino que Cupido debió haber batallado bastante para echarme la mano. Debió haber consumido una buena provisión de flechas (lo bueno que no me las mandó cobrar, o todavía estaría pagando esa deuda). Seguramente metí en aprietos al angelito, porque más de una vez debió haber dicho: “Ah, prieto condenado, ¡DÉJATE AYUDAR!!”. Y lo que hice para dejarme ayudar fue dejar de querer aparentar ser lo que no era y decidirme a mostrarme tal cual era, con “fallas y defectos” como dice la canción. Y fue así como, muchos años y cuatro hijos después, sigo con una deuda de gratitud con Cupido mayor a la otra deuda que mencioné antes.
Si acaso esta historia tiene alguna enseñanza, lo dejo a su consideración.
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