Columnas - Juan Gabriel Vásquez

De aranceles y saludos nazis

  • Por: JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
  • 15 JULIO 2025
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De aranceles y saludos nazis

La amenaza de aranceles de la Casa Blanca a Brasil para defender de la cárcel a Bolsonaro va más allá de una violación de la legislación norteamericana. Significa que ahora un presidente utiliza el chantaje económico, al más puro estilo mafioso, para que la justicia de otro país haga lo que él quiere

Con cada nueva transgresión de Donald Trump, con cada nueva norma que rompe ante los ojos del mundo, va quedando cada vez más claro que su sensación de impunidad no conoce límites, tal vez porque no los tiene. En los últimos días ha dado la orden, sin pasar por el Congreso, de atacar a un país que no había atacado previamente a Estados Unidos: esto no había ocurrido nunca. Pero claro, tampoco había ocurrido nunca que el presidente de Estados Unidos fuera un delincuente convicto, un acosador sexual confeso y un matón de temperamento mafioso cuyas decisiones parecen tomadas para hacer daño –y cuanto más, mejor– a los hombres, las mujeres y los niños más vulnerables de su país. Tampoco había ocurrido nunca que un presidente de Estados Unidos apoyara abiertamente a una nación agresora y culpara de la agresión a la nación agredida. A otro nivel, tampoco había ocurrido nunca que los viajeros a Estados Unidos recibieran el consejo, dado ya de manera rutinaria por instituciones de Estados Unidos, de borrar de sus teléfonos sus redes sociales. Hoy se me ocurren estos ejemplos, pero podrían ser otros: cada día hay uno nuevo.

El más reciente atentado contra todo lo que decimos cuando decimos democracia (pero no será el más reciente cuando se publique este artículo) es mucho más que una violación de la legislación norteamericana, del orden internacional o de la mera decencia. En esa desquiciada estrategia económica que consiste en crear el caos en los mercados del mundo a punta de aranceles, Trump dice ahora que impondrá a Brasil el arancel más alto de todos, 50%, y no esconde ni disimula que lo hace en castigo o represalia por el juicio que se lleva a cabo allí contra el expresidente Jair Bolsonaro. De repente ha quedado lejos, muy lejos, el mundo en el cual nos provocaba rechazo que un presidente opinara en Twitter sobre la política interna de otro país: ahora un presidente utiliza el chantaje económico, al más puro estilo mafioso, para que la justicia de otro país haga lo que él quiere. Y lo que él quiere es que la justicia de otro país declare inocente al sospechoso de un delito grave. Decir que el asunto carece de precedentes es quedarse muy, muy corto.

Pero a nadie sorprende la solidaridad entre los dos hombres: Bolsonaro es lo más parecido a Trump que ha producido la política de nuestro continente americano, y no sólo por su temperamento de matón de patio de recreo o sus querencias fascistas o su machismo un poco sobreactuado y risible, ni por su racismo más o menos abierto ni por su nostalgia de los dictadores de otros tiempos (dictadores de otras tradiciones, en el caso de Trump, y de la propia, en el caso de Bolsonaro), y ni siquiera por el atractivo inexplicable que ejercen sobre las religiones de sus países. No, no sólo por todo esto se parecen, sino por la lealtad violenta que despiertan los dos hombres en sus violentos seguidores. Bolsonaro está acusado de liderar una conspiración de generales y otros cómplices para desconocer los resultados de las elecciones, llevar a cabo un golpe de Estado y quedarse en el poder, y una de las escenas principales de ese melodrama es la sublevación de enero de 2023: un día cuyas imágenes, las que hemos visto todos, se parecen hasta extremos caricaturescos a lo ocurrido en el capitolio de Washington el 6 de enero de 2021.

Trump ha empeñado sus considerables energías en lavarle la cara a la catástrofe de ese día, un intento de golpe de Estado incitado por él y desde su movimiento: ha subvertido la verdad que todos vimos, convirtiendo en héroes a los que atacaron la democracia y en saboteadores a quienes la defendieron, y abusando de los poderes de la presidencia para perdonar a los violentos. Lo mismo hubiera querido hacer Bolsonaro, pero no lo ha logrado. El juicio contra Bolsonaro ha seguido adelante y la justicia ha funcionado como debería funcionar (y hay que decir, sin cinismo, que eso no siempre ocurre en América Latina), pues las pruebas son devastadoras: documentos que demuestran la propuesta de sublevación que les hizo a sus generales, por ejemplo, y también indicaciones serias de que estuvo al tanto del plan para asesinar a Lula, a su sucesor y al juez que considera su principal enemigo en el sistema de justicia. El juez se llama Alexandre de Moraes, es instructor del caso contra Bolsonaro y tiene dos enemigos célebres: uno es Donald Trump, que lo acusa de liderar una cacería de brujas; el otro es Elon Musk.

Y aquí es cuando comienza a aclararse todo. Pues Alexandre de Moraes, que es para muchos el segundo hombre más poderoso del Brasil, ha liderado desde la Corte Suprema de Justicia una resistencia contra los efectos más oscuros y peligrosos de las redes sociales. En un país donde la influencia de las redes es enorme, los ejércitos digitales de Bolsonaro se organizaron para mentir y desinformar sin ninguna reticencia, acusando a los oponentes de cualquier cosa, desde pedofilia hasta complicidad con los autoritarismos de izquierda. Moraes consiguió desde la ley suspender las cuentas que incitaban a la violencia o promovían discursos de odio o calumniaban o mentían sobre la integridad del proceso electoral, y cualquiera puede imaginar cómo le sentó la decisión a Elon Musk. El eterno adolescente hizo una pataleta, dijo puerilmente que Moraes era una mezcla entre Voldemort y un Sith y se negó a obedecer la ley: se creyó, sin duda, por encima de ella. Moraes multó a X; Musk desatendió las multas igual que antes había desatendido los requerimientos. Moraes suspendió el funcionamiento de X en Brasil; Musk no tuvo más remedio que pagar.

No importa que desde entonces Trump y Musk nos hayan regalado el melodrama patético de su rompimiento: siguen teniendo ese enemigo en común, y en política los enemigos en común siempre han unido más –mucho más– que los amigos. Moraes y la Corte Suprema de Justicia se han convertido en la bestia negra de lo que Moraes llama, en un artículo maravilloso que escribió Jon Lee Anderson para The New Yorker, "el nuevo populismo extremista digital". Es posible que Trump quiera usar su mafioso chantaje arancelario para defender de la cárcel –de 43 años de cárcel– a Jair Bolsonaro; pero que no nos quepa la menor duda de que quiere también minar la resistencia de aquel juez incómodo que ha podido, por lo menos una vez, enfrentarse a la maquinaria de la desinformación, la manipulación colectiva y el caos programado por la red de Elon Musk. El lugar donde se encuentran los intereses de Trump y Musk es, hoy por hoy, el mayor peligro que sufren nuestras democracias.

Dice Moraes, también en el reportaje de Jon Lee Anderson: "Si Goebbels estuviera vivo y tuviera acceso a X, estaríamos perdidos. Los Nazis habrían conquistado el mundo".

Insertar aquí el saludo nazi que hizo Musk en enero de este año. Luego recordar las reacciones de tantas buenas gentes que dijeron que no, que no era para tanto, que estábamos exagerando. Y luego pensar que el intervencionismo grotesco de Trump en los asuntos internos de Brasil no es, después de todo, un intervencionismo en asuntos internos: es parte de algo más grande que tiene que ver con otras cosas. Nuevamente: el juego de la bolita en el bazar. Y nuestras democracias, tristemente, fijándose en la mano equivocada.


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