De la Olimpiada a los choques: los hijos del ruido
México es el país del ruido. Pocas cosas nos unen tanto, a los mexicanos, como nuestra compulsión por el estruendo y la bulla, sea cual sea su motivo. A veces sucede con razones entendibles. Veo en un café, por ejemplo, una pelea de box del sinaloense Marco Verde, quien obtuvo una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de París, y me encuentro rodeado de un festival de rugidos dignos de una cárcel en medio de una batalla campal de reos. Los espectadores son parte de un grupo de hombres de la tercera edad que ocupa varias mesas del changarro, ya sea que llueva o haga sol, para jugar dominó y compartir charlas y murmuraciones. Los acompaña una terna de camareras apenas más jóvenes que ellos. Los hombres bufan, resoplan y se dan palmadas en los muslos, y las mujeres echan vivan o emiten grititos aislados. Todos terminan abucheando a los jueces porque le dan el gane al rival uzbeko. Este ruidajo cívico, que se produce a media mañana, me parece explicable.
Soy menos comprensivo con unos sujetos que estacionan su automóvil bajo mi ventana horas después, en la noche, y le trepan a la radio como si fueran los ingenieros de sonido de un concierto al aire libre, para luego sacar unas latas de cerveza de una hielera que guardan en la cajuela y bebérselas a grandes buches. El volumen de la charanga con que infaman los aires hace imposible sostener que estén conversando: si las ventanas y las paredes de mi casa se cimbran, sus cerebros deben estar inmóviles por las descargas de decibelios. No: no cruzan palabra. Beben de sus latas y se mecen como si las canciones abominables los arrullaran, aunque a los vecinos nos tengan insomnes. No son habitantes del área. Me pregunto qué hacen ahí, y por qué les parece justificado instalarnos un club nocturno callejero justo a nosotros en vez de, mejor, llevar esta amena serenata a sus madrecitas. La aparición de dos camionetas de la policía termina con la fiesta. Los tipos son reprendidos por beber y escandalizar en la vía pública. Le bajan al ruidero y se resigan a irse, contrariados. "¡Qué sangrona, ¿eh? Ni que se le fueran a caer los anillos por un ratito de música. Ya nos echó a los polis", le berrea uno de los sujetos, con palabras menos diplomáticas, a una vecina que asoma de su ventana para fisgar. Se van rechinando llantas y dando acelerones, no vaya a ser que se imponga en la noche el intimidante silencio.
Dos días después de este episodio, estoy en una fiesta de graduación. El salón luce espléndido, todos los asistentes, es decir, los estudiantes y sus familias, se han afanado en verse elegantes. La cena es apetecible. Ah, pero la música está, otra vez, a un volumen imposible de aguantar. Y eso que la pista de baile aún no se pone en marcha. Pero hay un saxofonista que, en teoría, tendría que limitarse a poner melodías de fondo mientras uno se come los medallones al vino tinto y el puré de papas. Y, como es mexicano, no solo toca lo que se espera, sino que lleva un micrófono consigo, y logra que lo escuche todo aquel que se encuentre ubicado entre Santa Fe y Próxima Centauri. "Ay, ya callen a ese fulano, que no oigo nada de lo que decimos", gruñe una abuela, sentada a un par de sillas de mi sitio. Tiene razón: las pocas pláticas que se producen están llenas de: "¿Cómo? ¿Qué? ¿Me puedes repetir eso último?". Cuando al fin se marcha el del sax, aparece un DJ y nos demuestra que sus bocinas tienen más poder que el licenciado Beltrones en sus buenos tiempos. La abuela pone los ojos en blanco.
Unas horas después me retiro del festejo, pero el ruido no se desvanece: el musicón es sustituido por la sinfonía de cláxones, frenazos y motos rugientes de la avenida, que está obstruida por dos que casi chocaron y ahora se mientan las madres a berridos, sacando medio torso por las ventanillas de sus autos. Y yo pienso que los mexicanos comenzamos a gritar en el parto y ya no se nos quita hasta el sepelio. Solo morimos para que griten otros. La misión es que el ruido no pare.