De pénaltis y conflictos postelectorales
Hay razones para esperar que, pese a la pasión y el rencor acumulados, el resultado del domingo será asumido por los participantes. No está mal, es más de lo que sucedió en Washington o en Brasilia
Dentro del mal sabor que ha dejado la confrontación política en estas campañas, la guerra sucia y los insultos intercambiados, habría que recordar que, pese a todo, algo estamos haciendo bien los mexicanos para haber gozado de comicios razonablemente legítimos y con un mínimo de impugnaciones postelectorales. Por lo menos ese es el historial de las disputas presidenciales y de las gubernaturas en las últimas décadas. No es poca cosa, considerando los niveles de polaridad, la baja credibilidad en las instituciones, la desigualdad social y la violencia que impera en una buena porción del territorio. Este logro tiene que ver con cierta dosis de civilidad de los mexicanos en la que ciudadanos, autoridades y protagonistas políticos comparten méritos.
Lo que estoy diciendo parecería ingenuo a la luz del enorme desprestigio de la clase política. Una pésima reputación que se han ganado a pulso. Y es obvio que las campañas en las que se intercambia tanto lodo y el morbo de la cobertura mediática son el peor contexto para razonar sobre los méritos y deméritos de los políticos. Pero hay razones para esperar que, pese a toda la pasión y el rencor acumulado, el resultado electoral del próximo domingo será asumido por los participantes en los términos en los que lo resuelva el marco jurídico establecido. No está mal, considerando que eso es más de lo que sucedió en Washington o en Brasilia, en las primeras horas en las últimas elecciones.
Conviene no perder de vista lo anterior, en tiempos tan crispados y de cara a una jornada donde decidiremos el futuro político de los próximos seis años. Hasta ahora hemos resuelto estás instancias con responsabilidad. Somos mejores que todo el estiércol que ha salido en las campañas y no hay que olvidarlo. Hoy por hoy un penalti que decide un campeonato no provoca batallas campales, estadios incendiados ni la toma de la cancha por parte de los aficionados. Y lo mismo podríamos decir de la pasión política.
Existieron dos momentos que verdaderamente pusieron en riesgo ese fenómeno. Nunca estuvimos más cerca del peligro que en 2006, cuando la contienda se resolvió por menos de medio punto porcentual. Un escenario de pesadilla para toda autoridad electoral en cualquier país, porque la diferencia es tan minúscula que puede ser atribuida a cualquier irregularidad o anomalía por parte del perdedor. Y habría que reconocer que, pese a las dudas que muchos tienen sobre la responsabilidad institucional de López Obrador, el plantón de Reforma fue la solución equilibrio que él encontró para neutralizar los impulsos violentos de su propio bando y, al mismo tiempo, procesar pacíficamente la protesta. Y lo mismo podría decirse de la contraparte, en 2018 los rivales de López Obrador reconocieron su victoria, a pesar de haber jurado que el ascenso de esa izquierda destruiría a México. No obstante, entregaron el poder.
Es decir, en momentos decisivos, de inflexión, no se rompió la paz social gracias a la madurez de los ciudadanos, de la opinión pública e, insisto, de los propios actores políticos.
No podemos descartar que a partir de la próxima semana broten algunos conflictos poselectorales en zonas rurales entre las miles de alcaldías que estarán en disputa. La violencia electoral de las últimas semanas en algunas comunidades anticipa conflictos; en muchos casos se trata de confrontaciones originadas en otros temas y trasladadas al ámbito electoral. Habrá que gestionarlas de la mejor manera posible.
Esperemos que los márgenes de triunfo en ciudades importantes y sobre todo en las gubernaturas no nos ponga a prueba. Pensaría que pese a lo caldeado que han estado los involucrados durante las campañas, al final los candidatos y sus equipos, los cuadros nacionales y regionales de los partidos, optarán por ofrecer una salida institucional a los agravios, en caso de haberlo.
Es verdad que resulta decepcionante, además de ridículo, que se haya puesto en boga que los candidatos presuman ser ganadores la noche misma de la jornada electoral, aunque los resultados estén diciendo lo contrario. Un vicio que no habla muy bien de su civilidad. Parecería ya un hábito o una práctica automática, quizá para no ser acusados por sus seguidores de haber tirado la toalla demasiado pronto. Pero también es cierto que en las siguientes horas o días, terminan aceptando su derrota sin mayor conflicto postelectoral. Ojalá comenzaran a dignificar la batalla y dignificarse a sí mismos reconociendo el triunfo de sus adversarios sin necesidad de ser echados de manera humillante por los resultados. No veo el caso de evidenciar frente a cámaras y micrófonos una mentira cínica que los infama. Y además gratuita, porque anunciarse ganadores cuando no lo son no cambia en absoluto el resultado, simplemente los denigra.
La pasión política es comprensible e incluso necesaria, pero no tiene por qué derivar en la violencia ni paralizarnos. Procesar victorias y derrotas forma parte de la vida pública y de una gobernabilidad y de una paz social tan importante como la competencia misma. Hay que hacer la crítica a los vicios de la clase política, pero cuidarnos de satanizarlos de manera absoluta y de una vez y para siempre, porque, de hacerlo así, nos estamos dando un tiro al pie. Después de todo son parte esencial de la vida pública. Esperemos que ahora estén a la altura. Ellos, medios de comunicación y ciudadanos todos. A partir del próximo domingo lo sabremos.
@jorgezepedap