Elogio al populismo, pese a todo
El populismo tiene mala prensa. Asociado a líderes demagogos, irresponsables, trasnochados, nacionalistas, contrarios a la democracia y la modernidad. Y, en efecto, abundan las figuras que han ganado a pulso la desconfianza que inspira la palabra. El problema es que se ha convertido en una etiqueta demasiado constreñida para designar un fenómeno amplio y diverso y que hoy está pintando la geografía mundial. Una descripción que deja de ser útil cuando se aplica lo mismo a Trump que a Obama ("Si me dicen populista porque me preocupo por el pueblo, adelante, soy populista", dijo en alguna ocasión).
Mientras sigamos usando de manera tan vaga y políticamente acomodaticia este término nos privamos de desarrollar el instrumental analítico para entender mejor lo que está sucediendo. Lo que hoy llamamos populismo forma parte de una respuesta vasta y heterogénea a la crisis de un modelo político, la democracia liberal, que durante décadas constituyó el referente único. Pero la globalización y los excesos del dominio del capitalismo financiero, con poca consideración a largo plazo a temas sociales, ecológicos o estratégicos para los distintos países, dejaron un saldo de desigualdad y un crecimiento cada vez más exiguo. La globalización generó una prosperidad relativa pero muy mal repartida entre los grupos sociales, entre regiones y entre ramas económicas al interior de los países. En el reparto de ganadores y perdedores, enormes sectores, a veces mayoritarios, sacaron la peor parte.
El resultado es una inconformidad creciente de las grandes mayorías respecto a sus élites, a las instituciones, a los partidos políticos tradicionales e incluso a la democracia como práctica y como concepto. El llamado 1% más rico acrecentó su influencia y peso sobre el poder político y a través del cabildeo y el financiamiento de las campañas terminó erosionando la legitimidad de los gobernantes. En Occidente se mantuvieron, es cierto, las libertades individuales, los derechos humanos o el respeto a la prensa, pero aumentó la pobreza entre los de abajo y se pauperizaron las clases medias. En los países de renta baja el impacto fue aun más deplorable.
Las expresiones de este descontento se han manifestado de muchas maneras a lo largo de la última década. Desde el Brexit en Inglaterra, el America First de Trump o el nacionalismo de Modi en India, hasta la ola roja en América Latina o la emergencia de la ultraderecha en Europa.
Pese a su enorme diversidad, el fenómeno comparte algunos rasgos comunes. Irrupciones en la política de nuevos dirigentes que se plantean como "outsiders" frente al establishment, sea cierto o fingido. Discurso emocional y polarizante vehículo de la inconformidad de las mayorías (el pueblo) en contra de las élites. Propuesta nacionalista de cara a los excesos de la globalización arbitraria. Una desconfianza a las instituciones domésticas e internacionales (ONU y organismos multilaterales) que fueron "cómplices" en la instrumentación del cuestionado modelo.
Unos rasgos están más presentes que otros según el país del que se trate. Grosso modo, se advierten cuatro grandes variantes de este fenómeno. De tendencia derechista en Europa, donde resultan protagónicos los sectores tradicionales resentidos por la inmigración o la apertura comercial. Claramente es el caso a nivel presidencial en Hungría, Turquía, Polonia hasta hace poco, y se muestra en el resurgimiento de partidos de derecha y ultraderecha, a partir de estas consignas, en prácticamente toda Europa, Escandinavia incluida.
El fenómeno adquirió otro rostro en América Latina, en donde está mucho más presente la reivindicación de la pobreza ancestral, que las redes sociales y la aldea global ha hecho más obvia e indignante a los ojos de sus habitantes. México, Brasil, Colombia, Chile entre los principales, y hasta hace poco Ecuador y Perú. Sin embargo, saltan a la vista las muchas diferencias y matices entre estos liderazgos. Por no hablar de la versión de derecha encarnada por Milei en Argentina, Bukele en El Salvador y, hasta hace poco, Bolsonaro en Brasil.
Y luego está una tercera acepción con la descomposición de las llamadas democracias maduras, como es el caso de Estados Unidos, Inglaterra o Italia, en el que líderes con algunas de estas características tomaron por asalto popular el control de organizaciones políticas preexistentes.
Finalmente, una cuarta versión, más autoritaria que populista, es la de un capitalismo verticalizado y personalizado que ha sido capaz de subordinar al poder económico. China, Rusia, Hungría, con distintas modalidades.
Como puede verse, las expresiones son tan diversas que meterlas en el mismo cajón termina por estorbar más que ayudar. Sin embargo, todas tienen en común un fenómeno que conviene asumir con todas sus consecuencias. Responden a la búsqueda de salidas frente a algo que no está funcionando. Hay una crisis del llamado capitalismo democrático y una reorganización del mundo en términos geopolíticos. Sobre lo primero tenemos que hacernos cargo de que las premisas de la sociedad de mercado seguirán vigentes, la globalización misma es irreversible. Pero algo tenemos que hacer para que la salida no sea la opción propuesta por China, Rusia o India, pues sacrifica derechos y libertades que hoy damos por sentado.
Antes de satanizarlos habría que asumir que XI Jinping, Putin u Orbán (Hungría) gozan de amplia aprobación más allá de que se trate de Gobiernos autoritarios que reprimen el pluralismo y las libertades. Habría que entender que han sido más eficaces para subordinar al 1% más rico o a las fuerzas del mercado a una lógica política y a sus intereses nacionales. China, Rusia e India crecieron a tasas mucho más altas que Occidente. Y, por más que pese, hoy la tasa de homicidios, muertes infantiles o suicidios es más baja en Rusia que en Estados Unidos. China desplazará a la Unión Americana como primera potencia económica y para 2035 tendrá más influencia geopolítica en el resto del mundo, en el comercio e incluso en el desarrollo tecnológico (ya lo es en energías limpias, autos eléctricos, chips y semiconductores). Fin de la hegemonía de Occidente como la hemos conocido.
El capitalismo seguirá siendo el sistema económico universal, no hay duda. El tema en disputa es con qué versión política y social. Si va a ser viable el capitalismo democrático tendría que encontrar formas de defensa frente a la arbitrariedad de los amos del universo, los gestores de los fondos y los CEOs de trasnacionales sin otra agenda que maximizar el retorno a sus accionistas; un nihilismo rapaz y arbitrario que lastima el bienestar de los sectores populares.
La única salida viable es la revisión culposa de lo que hoy no funciona en nuestras supuestas democracias y lo que habría que recomponer para responder al reclamo de las mayorías. Hay muchos de estos populismos más que rescatables que no son más que un impulso de péndulo en esa dirección. El capitalismo democrático garantiza las libertades pero deja a la gente inerte frente a los efectos del mercado; el llamado populismo prioriza esto último incluso en detrimento de esas libertades; venimos de un periodo que priorizó lo primero, no está mal ahora enfatizar lo segundo. Un llamado de atención que no necesariamente tiene que culminar en una deriva autoritaria, ni mucho menos. Pero eso exige entender que responden a un problema real, a algo que no funcionó del todo, y que bien podríamos explorar las salidas con quienes hoy hacen este reclamo.
@jorgezepedap