´El futuro del español es su prestigio´
El español llegó muy pronto a algunas cosas y muy tarde a algunas otras. Al prestigio llegó pronto. La gramática de Nebrija no solo va a ser la primera de una lengua romance, sino el modelo para las demás. Y la autoridad de la erudición se iba a unir a la pujanza de la política para terminar impregnando las costumbres. Así, en el XVI, el español será lengua de prestigio en el país, Italia, que por entonces sellaba los prestigios. El príncipe de Salerno escribe sus versitos en español. Castiglione, gran autoridad espiritual del siglo, recomienda su uso. "Saber hablar castellano", escribe Valdés, es signo de "gentileza y galanía". Y, en una escena que nos recuerda a cualquier recién llegado de Nueva York o Londres, Panigarola refiere cómo "un caballero que ha estado cuatro días en España finge (...) que las palabras y frases españolas le fluyen más fácilmente" que en su lengua. No es solo Italia. Flandes da comienzo a la impresión de gramáticas españolas destinadas a extranjeros, "incluso en los días en que el luteranismo y el deseo de independencia", afirma Lapesa, "atizaban la rebelión". Y si en ese mismo XVI "el interés por la lengua francesa fue rarísimo en España", Cervantes, ya en el XVII, nos cuenta que "en Francia ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana". Aunque fuera, según el gramático —y traductor de Cervantes— Oudin, "la lengua de nuestros enemigos".
Nada de esto suele saberse porque el español llegó pronto también a su descrédito. Si ante el senado veneciano el embajador de España era el único que hablaba en su lengua, no hace tanto podíamos encontrar a representantes hispanófoonos que, en reuniones multilaterales, todavía preferían mostrar su inglés o su francés. Quizá disguste, pero no debiera sorprender. Acostumbrados ya a asociar el español con noticias positivas, es fácil olvidar de dónde venimos. Hoy hay más de 60 universidades donde cursar español en el Reino Unido, pero hasta bien entrado el XIX, los estudios españoles no merecieron el interés universitario. "El español", escribe Ann Frost, tuvo que librar la batalla "para ser reconocido como parte válida entre las lenguas establecidas, francés y alemán". Predominaba el entendimiento de que nuestra lengua era "un idioma minoritario, del que se pensaba no tenía literatura" más allá del Quijote. Algún dato: en 1933, los examinados oficiales de francés rondaron los 56.000; de español fueron menos de 800. Con frecuencia, además, el interés por lo español era el tipo de interés que uno nunca querría: el hispanismo del XIX será ante todo un entusiasmo romántico que, antes de su profesionalización académica, contribuyó a fijar una mirada folclórica y condescendiente que asentaba la hegemonía cultural anglosajona y que ha dañado por mucho tiempo al mundo hispánico. Por cerrar volviendo a Italia, cuando los hispanistas del país fundan su asociación en 1973, casi tienen que alegar que, al fin y al cabo, el español es una lengua romance. Sin la utilidad del inglés, el poso diplomático del francés o la potencia académica del alemán, el español al menos servía —como dice el apócrifo de Carlos V— para hablar con Dios.
Tenía su lógica que, a la hora de difundir nuestra lengua, también llegáramos tarde: la Dante se funda en 1889, el British Council en 1934. Para el Instituto Cervantes (a efectos de transparencia, institución en la que trabajo) hay que esperar a los noventa. Podemos pensar que hemos compensado llegar tarde con tomárnoslo en serio: ninguno entre nuestros últimos gobernantes habría negado que el español es nuestro activo más trascendente a ojos del mundo. De hecho, ahora el Instituto Cervantes tiene presencia en 50 países. Los buenos números del español a escala global, en todo caso, no deben causarnos embriaguez. En un país siempre en busca de agarraderos para su autoestima, el español es materia propensa a genialidades y efectismos: en 2014, tras años sin darle prioridad, la euforia de los datos propició el lanzamiento de una supuesta plataforma Español Global que se acabó en el mismo momento de lanzarla. Tomar en serio es, ante todo, poner recursos: en comparación con otros países, la brecha económica no puede ser peor que la cronológica.
En los últimos meses, dos libros, Los futuros del español y Panhispania, han puesto la lupa sobre los datos que, más allá de los titulares, recogen los sucesivos Anuarios del Instituto Cervantes. Es un panorama muy matizado. El crecimiento del español a causa de la demografía va a ralentizarse, pero hay mercados —Europa, Brasil, África subsahariana— aún prometedores. ¿Ciencia? La menor visibilidad de la ciencia en español perderá relevancia conforme avancen las tecnologías del lenguaje y la lengua de publicación deje de ser un indicador. ¿Y EE UU? La población hispana ha perdido competencias lingüísticas, pero también ha perdido complejos: lo sorprendente del español en EE UU es que, pese a todo, vaya a sobrevivir en el llamado cementerio de las lenguas. Dos valores del español: su homogeneidad y —frente a otras lenguas internacionales— la comprensión del mundo hispánico como un todo naturalmente interrelacionado.
El español ha ganado peso. Antes de la Primera Guerra Mundial, solo se enseñaba en 12 escuelas del Reino Unido; hoy recomienda estudiarlo el British Council. Hace 40 años, Julio Iglesias cantaba en español en la Casa Blanca ante Reagan y Mitterrand: entonces se permitía por ser un exotismo; hoy, por su mayor importancia geopolítica, no podemos imaginar una escena semejante ante Macron.
¿Qué hacer ahora? Los productos culturales más exitosos en español responden a sus propias lógicas de mercado. Los poderes públicos, en cambio, deben afrontar la expansión del español desde el prestigio o —como lo llaman en Los futuros del español—, la valoración. Las tecnologías van a reorientar el acercamiento al español desde su vertiente más instrumental a una más asociada a la cultura y los valores. El español se ha de difundir junto a la cultura que lo valida, reforzando los valores positivos a los que se asocia.
Un paso conveniente es aliarse con países hispanófonos para conseguir reconocimiento e impulsar el uso del español, fundamentalmente en el sistema de Naciones Unidas. Más. Ante todo, apoyar al hispanismo: es el mundo académico el que ayudará a prestigiar el español. Promover la creación de cátedras, plazas en departamentos y lectorados, y establecer grupos de interés en las universidades más prestigiosas: cosas que pueden y deben hacerse con colaboración del sector empresarial en el exterior. Más: colaborar en la formación de profesores con los distintos sistemas educativos a escala de país o de región. Apoyar la certificación mediante la exigencia —como en otros países— y no la mera recomendación de un nivel acreditado para estudiar en nuestras universidades. Incrementar la dotación y facilitar el acceso a las ayudas a la traducción y la edición. Y, cronificada la mala decisión de no aumentar la red de colegios españoles en el exterior, promover el modelo de secciones españolas en otros Estados. Son acciones concretas y no fantasiosas, pero sí requieren de la energía con que se avanza una política de Estado. Todas van dirigidas a afianzar el prestigio por el que una lengua que ya es práctica se convierte —como el francés en su día— en algo todavía mejor: en deseable. No es tarde todavía para hacerlo.