Elogio de la mañana
Era bonito parecer bohemia, acostarme tarde con música suave de fondo mientras leía sobre la historia medieval europea o sobre lenguas románicas. Fui nocturna algunos años, con el gusto de acomodarme a la horma del tópico de las letras y me ajusté a él con el viento a favor de la juventud primero y de la emancipación después. Lo que de noche se hace a la mañana aparece, decía el refrán, y al despertarme la mañana era corta y amarilla, mal acompasada con el ritmo general de la calle. Pero tengo los antecedentes que tengo: de campo, de madrugar y de poco vino, y, en cuanto la vida se multiplicó en casa, el cronotipo se me dio la vuelta y me encontré con que el cuerpo solito inutilizaba al despertador. No recuerdo haberlo usado en la última década y no hay mañana en que no vea el paso de la noche al día a cuerpo erguido.
"Ábrete, sésamo del día. Ciérrate, sésamo de la noche". Puse estos versos de Lorca en un rincón del dormitorio, los saludo al despertarme y con el sigilo de un espía me voy de la cama a mis asuntos. La mañana se abre y con ella, como a cualquiera, me van entrando en la cabeza las obligaciones, las cargas mentales y las disposiciones domésticas.
Pero esta mañana tiene una diferencia: que es sábado y escribo. Los azares de la plantilla de este periódico, la actualidad o los temas me han llevado a publicar en esta sección en días variados. Desde hace un año aparezco por aquí en sábado y, en general, escribo los viernes o jueves en un proceso constante e igual: redacto los textos a mano, lo repaso mientras los tecleo, los someto a los lectores beta de mi sanedrín doméstico y los envío a los pacientes compañeros de equipo, que los pasan por la edición y los ajustan para que lleguen a ustedes. Escribo de mañana y entre semana.
Pero esta vez lo hago en sábado porque este texto ustedes lo leerán en domingo. Y a esta hora primera de la mañana, Sevilla es otra. Solo hay un rumor delgado de un coche lejano en la calle, un leve llanto de bebé y el arrastrar de las maletas de varios viajeros sobre el amplificador rocoso del adoquín hispalense. El trote del fin de semana es distinto, no hay apremio. Pero, además, hoy es también el día en que va a llegar el calor. Es evidente: lo dicen la luz, el aire al abrir el balcón, la temperatura de la casa. Hoy es el tiempo de otro tiempo. La madrugada no echará ya su relente de agua rociada sobre las lunas de los coches, a mediodía el asfalto tendrá fiebre, atardecerá con un cielo que ya no será velazqueño. El tiempo ha cambiado; se viene lo malo, o lo bueno, que para todo hay gustos. Y la bisagra entre dos formas de vivir se anuncia en esta mañana donde el vocabulario parece que me tiende una emboscada.
A ninguno de nuestros antepasados hablantes les dio por separar el tiempo del tiempo, el tiempo del reloj del tiempo de las nubes. Lo hacen muchas de nuestras lenguas vecinas (weather es el parte meteorológico del inglés frente al time de las horas, lo mismo Wetter frente a Zeit en alemán y así el sueco y el danés) y lo hizo el latín, que separaba el tempus (el tiempo de los hombres, contado en la clepsidra o el reloj de sol) de la tempestas o del aer, el tiempo del cielo, el de arriba. Pero las lenguas que hemos salido de la costilla latina hemos barrido la distinción de nuestra lengua madre con una escoba unificadora.
Este lado del Mediterráneo hoy se expresa con lenguas que, en su mayoría, solo tienen una palabra para nombrar lo que, parece evidente, son dos realidades.
Y a ese tiempo que todo lo nombra hemos añadido desde el latín una palabra para dar fe del cumplimiento con el reloj y sus exigencias. Los latinos pusieron en circulación el adjetivo temporanus, de donde sale el castellano temprano. Temporanus era en latín lo que se hacía a tiempo. Pero nosotros, hablantes de las lenguas hijas, convertidos en jueces de qué significa hacer algo a tiempo, decidimos que lo que se hace a tiempo no es lo que se hace en su momento, sino lo que se ejecuta pronto, antes de que toque, con anticipación, temprano. Llevamos en la lengua metida la exigencia de cumplir antes de que suene el timbre. Como todos, yo he deseado también más y más tiempo, para hacer las cosas con calma, en su momento. Es una fantasía colectiva irrealizable.
En días como hoy, el tiempo de arriba juega al solitario, y digan lo que digan los calendarios de las estaciones, obliga a cambiar la casa y las cosas; se van las colchas gruesas, la lana y la manta para la lectura. Pero aún es pronto, no hay prisa y me detengo a recordar las mañanas frías y oscuras del ciclo que se cierra y a saludar esta luz tempranera, que me zarandea la memoria. Este aire distinto de la calle, de aliento tibio, es una categoría en mi recuerdo, y poder escribirlo es una forma de conservarlo intacto. Como si el tiempo aquí abajo no hubiera pasado, como si la escritura parase el ciclo, como si fuera joven y nocturna otra vez.