España, en el universo del miedo
Las advertencias son para escucharlas. De Francia nos llega la enésima sobre lo que ya es innegable: el asalto de las derechas radicalizadas a las democracias liberales. El partido de Marine Le Pen, primera fuerza en las elecciones legislativas. Un hecho insólito en la V República. Y, sin embargo, Estados Unidos lleva tiempo avisando.
De la mano de Donald Trump, la extrema derecha no sólo llegó al poder, sino que intentó el golpe de Estado cuando fue derrotada. Y ahora vuelve a las andadas con indudables posibilidades de éxito frente a un Partido Demócrata en plena crisis interna, incapaz de ponerse de acuerdo para sustituir a un candidato en evidente pérdida de capacidades. Dos muestras de que la democracia liberal está en peligro.
Es una obviedad que si la extrema derecha crece es porque hay un grado de insatisfacción en amplios sectores de las clases medias y populares que se sienten ignoradas y descuidadas. Y ello se debe sin duda a razones estructurales, pero también a los comportamientos políticos.
El presidente Macron quedará para la historia como un ejemplo de desconexión con la ciudadanía a partir de una impostación retórica del cargo que le ha hecho perder el mundo de vista. En realidad es un efecto común de unas sociedades en proceso de cambio acelerado en que el poder político ha perdido autonomía e independencia frente al poder financiero y digital.
La democracia nació y creció en el capitalismo industrial (burguesía y clase obrera) y en un marco preciso, el Estado nación. El primero ya no existe, el segundo ya no es lo que era. Y las extremas derechas buscan en la mitificación de las patrias el alivio frente a las inseguridades de un sistema que ya no se articula en torno en la fábrica, aquel lugar donde coincidían amos y trabajadores.
El fracaso de Macron, más allá de los trazos personales de un hombre muy prendado de sí mismo, es estruendoso porque demuestra cómo puede alejarse de la realidad alguien que debería tener toda la información en la mano.
Su último golpe, la convocatoria de elecciones legislativas como respuesta al éxito de Le Pen, Bardella y familia en las europeas es inexplicable. ¿Cómo podía imaginarse que, en una semana, podría revertir un rechazo de tal dimensión?
En vez de dejar que la legislatura transcurriera, con tres años por delante para rectificar errores y recuperar confianza, premió a Le Pen y a Reagrupamiento Nacional (RN) con el regalo de su vida: la oportunidad de gobernar Francia. Un despropósito histórico que parece evidenciar que una parte significativa de la derecha da por normalizada a la extrema derecha y está dispuesta a incorporarla como un aliado más.
Desde la misma noche electoral, numerosos personajes de la derecha y sus apoyos mediáticos se han negado a emitir cualquier consigna de rechazo contra la extrema derecha, mientras que otros han apostado por la falsa simetría: ni Reagrupamiento Nacional ni La Francia Insumisa, que es la coartada para evitar el voto del todos contra Le Pen, única vía para impedir su triunfo.
Incluso el propio presidente Macron se apuntó al ni-ni, hasta que, ya a la desesperada, mandó por delante al primer ministro Gabriel Attal, con la consigna del desistimiento mutuo entre derecha e izquierda para frenar a la extrema derecha.
Moraleja: la extrema derecha está aquí. Es una evidencia que el autoritarismo posdemocrático gana impulso día a día en Estados Unidos y en Europa. Y, por lo tanto, hay que señalar los caminos por los que transita para que nadie pueda alegar engaño.
Y, en este sentido, España está en el centro del problema: la amenaza crece y las complicidades también. De hecho, el PP ha sido uno de los primeros partidos de la derecha europea que ha incorporado a la extrema derecha como socio, pactando con Vox sin escrúpulo alguno, simplemente por el imperio de la suma, para compartir gobierno en varias autonomías.
Sin resistencias en su entorno e incluso con complicidad de un sector de la vieja guardia socialista que vive la jubilación con enardecido resentimiento contra el gobierno de sus herederos.
Sin reparo alguno, el PP colma de concesiones permanentes a sus socios en temas que son estructurales en la ideología autoritaria y patriotera de Abascal y compañía: contra las políticas de igualdad de género, contra derechos individuales básicos, contra la inmigración, contra las lenguas de las naciones y regiones de la piel de toro, contra la memoria histórica y a favor del blanqueo de la dictadura franquista, y mucho más.
Y están ahí. Y lo estarán, porque Núñez Feijóo ha asumido que sólo podrá gobernar contando con Vox. Y su rival interna, Isabel Díaz Ayuso, va más allá: su pretensión es ocupar parte del espacio de Vox con su patriotismo verbenero y llevarse a Feijóo por delante. Y en estas estamos.
Con la extrema derecha marcando de modo creciente el territorio europeo —estrechándolo con sus delirios antidemocráticos— y con la mirada puesta en Trump y Putin para delimitar el universo del miedo.
En realidad, lo que determinará el futuro inmediato será si el equilibrio entre capitalismo y democracia se restaura o si el capitalismo se come definitivamente la democracia y entramos directamente en el autoritarismo posdemocrático.
La normalización de la extrema derecha que gran parte de la derecha ha asumido puede llevarnos a un nuevo Estado corporativo. Lo que Sheldon Wolin llamaba el totalitarismo invertido: "El arte de modular el apoyo de los ciudadanos sin dejarles participar". La extrema derecha está aquí y nadie quiere saber cómo ha sido.