Hay que ser mala persona
Suele ocurrir que las víctimas de un abuso o maltrato infantil permanezcan calladas toda su vida. La sola idea de que esa experiencia macerada por el silencio pueda saberse en su entorno social se concibe aterradora. La directora de cine Mona Achache ha querido, a través de la docuficción Little Girl Blue, romper con el maleficio del abuso heredado que parecía marcar a fuego a todas las mujeres de su familia, como si algo en ellas las hiciera proclives a ser presas de los depredadores.
Asombra (o no tanto) que su abuela, Monique Lange, célebre novelista, editora de Gallimard, pareja de Juan Goytisolo, fuera violada en su juventud por una manada en unos sanfermines de los años cincuenta. En algún momento, le confiesa a su hija, Carole Achache, este episodio, pero su mente ha transformado el recuerdo convirtiendo la violencia sufrida en una especie de ritual de iniciación; una versión sin duda inspirada por el ambiente intelectual de esos sesenta en los que el sexo se entendía siempre como algo liberador, sin reparar en daños colaterales.
Tal vez fuera esa infección ideológica la que la cegó tanto a Lange como para dejar a su hija Carole en manos de un depravado como Jean Genet, el hombre sin duda menos indicado para cuidar de una criatura de 12 años. La experiencia sexual con el mitificado Genet marcó el futuro de Carole, niña crecida en el desamparo, generándole una infravaloración de su cuerpo que la condujo a prostituirse y al consumo de drogas.
Estoy convencida de que este relato hace no tanto sonaría moralista; por fortuna, el estudio del trauma provocado por una infancia desprotegida y vulnerada desmiente tanta interesada banalidad.
Pero ahí no queda la cosa: tras apurar la loca juventud, Carole se casa y tiene dos hijos, una de ellas, Mona, la directora del documental, que tras el suicidio de su madre decide explorar en las fotos, cartas, testimonios visuales y sonoros, para tratar de comprender por qué su madre, rendida a ese destino fatal de las mujeres de la familia, decide también callarse al saber que el hombre con el que su abuelo Goytisolo convivía en Marrakech, un tal Amir, se cuela por las noches en el cuarto de la nieta para violarla.
Ella acude al abuelo amado y este le aconseja dejar correr un asunto que le desbarataría la vida. Su madre, Carole, la verdadera protagonista del documental, también la conmina al silencio teorizando sobre la naturaleza humana: todos eran hijos de puta y a su vez todos eran buenas personas. Ella acabó ahorcándose.
En los últimos días se ha hablado de esos hombres corrientes que violaron a esta admirable mujer, Gisèle, que ha tachado su apellido de casada. Cuando se habla de hombres corrientes se añade el hecho de que fueran maestros, fontaneros o administrativos, como si la profesión definiera su normalidad o como si hubiera un oficio que respondiera al nombre de violador de callejones.
El caso es que cuando abordamos este asunto en el terreno cultural lo hacemos de puntillas, no vaya a ser que con nuestros pasos perturbemos la paz del panteón de los hombres y mujeres que nos han alimentado el espíritu. Desde hace tiempo observo que ha vuelto el viejo tópico de que los escritores suelen ser unos cabrones y que la bondad en el arte está asociada a la mediocridad.
Hay que ser mala persona. Puede que suene interesante, pero no es más que una falacia o, aún peor, una autojustificación. Como la vida nos da sorpresas, que decía Rubén Blades, Carlos Flores, el diputado de Vox condenado por aquel "te voy a estar jodiendo toda la vida hasta que te mueras y acabe contigo, ladrona", ha quedado finalista en un concurso de relatos de Igualdad del Ayuntamiento de Valencia.
Catalá, la alcaldesa, aun reconociendo que fue una provocación por parte de Flores, asegura que fue un jurado independiente el que apreció su calidad literaria. Lo dicho, hay que distinguir entre el autor y su obra.