La regla es que no duela
El miedo más profundo que tuvo mi madre cuando llegué a la preadolescencia era que tuviera una menstruación dolorosa. “Ojalá que no le toque como a las demás en la familia”, decía en tono de suplica. Nunca entendí realmente a qué se refería porque no fui testigo de la tortura que vivió por treinta años cada mes desde que tuvo la primera menstruación. Mis padres me adoptaron en 1994, después de múltiples intentos fallidos de fecundación in vitro. Un año antes, en 1993, mi madre fue sometida a una histerectomía, la escisión de la histeria: el nombre más injusto y estúpido para una cirugía donde remueven útero, ovarios y trompas de falopio con fines terapéuticos: entre ellos, eliminar los dolores que venían cada mes y la incapacitaban casi por una semana. Por esta razón, no recuerdo ver a mi mamá sufriendo por la regla. Cuando estaba a unos meses de cumplir los 12 años, en 2006, tuve la menarquia, la primera regla de la vida y, al parecer, las súplicas de mi madre surtieron efecto porque más allá de sorpresa y confusión, no sentí nada más.
Al crecer, lo que escuchaba tanto en el colegio como en la casa era que el dolor menstrual era una suerte de lotería: a algunas les tocaba sufrir y a otras no. Así era nuestro cuerpo y era normal. Lo único que podíamos sentir las afortunadas por las que padecían dolor era lástima. Sin embargo, cuando hablaba con mi mamá, con mis tías o primas entendí que no era una cuestión de mala suerte, sino que padecían de ciertos síndromes o enfermedades: quistes en los ovarios, miomas o una enfermedad de la que ninguna mujer en mi familia había escuchado y que probablemente padecen: endometriosis. El departamento de salud reproductiva y de la mujer de Nuffield, de la Universidad de Oxford, la define como “una afección médica en la que células, como las que recubren el útero (endometrio), se encuentran en otras partes del cuerpo (como trompas de Falopio, intestinos o en la pared abdominal)”. El endometrio es el tejido que se destruye cada mes, cuando no hay fecundación, y sale en forma de menstruación de nuestro cuerpo. Sin embargo, cuando las células de este tejido se implantan en otros órganos y no son reabsorbidas, se activan también durante la menstruación, generando sangrado abundante, inflamación y dolor en estos órganos, generalmente en la pelvis y el abdomen.
Los síntomas de la endometriosis son variados y cada caso es diferente. No obstante, los más comunes son cólicos menstruales desde leves hasta incapacitantes por días, durante el período o en cualquier momento del ciclo, sangrado abundante, dolor en las relaciones sexuales, síntomas gastrointestinales como diarrea o estreñimiento, inflamación o dificultad para quedar en embarazo, entre otros. La variedad de síntomas ha contribuido a que esta enfermedad, tan común como la diabetes, que afecta a una de cada diez mujeres en el mundo, sea confundida con síndrome de colon irritable, síndrome de ovario poliquístico o incluso hipocondría, relacionada con algún trastorno de ansiedad o de salud mental. De hecho, muchas mujeres tardan años sin escuchar de la enfermedad o sin saber que la padecen porque el mito en la sociedad e incluso en algunos profesionales de la salud es que el dolor pélvico es normal y que las mujeres debemos aguantar. En mi caso, el diagnóstico tardó casi cinco años. Si volvemos a hablar en términos de suerte o lotería, fui más afortunada que otras. De acuerdo con datos del Ministerio de Sanidad de España, el diagnóstico se demora entre siete y ocho años.
Mi adolescencia y adultez en materia de menstruación fue tranquila, solo recuerdo tres episodios desde los 12 hasta los 24 años en los que sentí cólicos. El primero en 2007, cuando tuve un dolor por casi 12 horas, que no se calmó ni con bolsa de agua caliente, acetaminofén o infusión de canela, pero así como apareció se fue. Otro, ese mismo año a las 6:30 de la mañana, que se calmó después de que la enfermera del colegio me dio un ibuprofeno. Finalmente, otro en 2015, cuando fui a visitar a mi familia en Cartagena de Indias. También se fue en cuestión de minutos con ibuprofeno. Para 2018, a mis 24 años, noté que los cólicos ya no eran esporádicos, una vez cada cierto tiempo, o años, sino que un mes me dolía mucho el lado izquierdo de la pelvis y el otro no. El dolor nunca me incapacitó y se iba apenas tomaba ibuprofeno, pero algo en mí me decía que no era normal. No es normal que la menstruación duela, la regla debería ser que no duela. Entre 2018 y 2023 consulté a 12 ginecólogos y ginecólogas diferentes en Colombia y Canadá (donde hice mi posgrado) quienes enviaron ecografías transvaginales, revisiones de rutina y me dijeron que no padecía nada. Simplemente debía seguir tomando ibuprofeno cuando el dolor apareciera y tomar anticonceptivos orales para reducir el sangrado abundante los primeros días de la regla. Las veces que mencionaron la endometriosis fue para decirme que estuviera tranquila, que no padecía eso.
Con los años, el dolor aumentó y entre 2022 y 2023 estuve tres veces en urgencias por dolor en el ovario izquierdo el primer día de la regla, pasé por sospecha de torsión ovárica, embarazo ectópico, quistes en los ovarios, pero al final me inyectaban un analgésico y me enviaban a casa. Para ese entonces, yo ya sabía sobre la endometriosis porque al trabajar en un medio feminista en Colombia, Manifiesta Media, aposté por cubrir el tema de salud menstrual. Sabía que los síntomas que presentaba: cólicos menstruales leves y moderados y sangrado abundante y un diagnóstico de colon irritable desde los 19 años podían indicar algún grado de endometriosis.
A finales de 2023, recurrí a una ginecóloga experta en fertilidad que fue la primera en decirme que los cólicos no eran normales. Me envió estudio hormonal en sangre y otros exámenes, vio que tenía un desorden hormonal, me envió un tratamiento que no consiste en anticonceptivos orales, que me habían quitado por completo el deseo sexual. Aunque este tratamiento es hormonal, mejoró mi experiencia cada mes en un 80%. Sin embargo, el dolor no desapareció del todo en el ovario izquierdo y se agregó otro: dolor leve en las relaciones sexuales. Esto prendió mis alarmas y las de la ginecóloga que me envió un mapeo ecográfico para detectar endometriosis profunda. El resultado: endometriosis leve en el ovario izquierdo que se encuentra adherido al útero y una pequeña lesión de endometriosis, casi invisible, en el colon. De nuevo, mi madre agradece al cielo porque en medio de todo “no me tocó como a las mujeres de la familia”, y tiene razón. Pertenezco a otra generación a la que ya no le ofrecen una única solución: la histerectomía a los 40 años. Me tocó una generación de médicos que al menos nombra la enfermedad, una época en la que el diagnóstico ya no solo se hace por laparoscopia —una cirugía ambulatoria—, sino que existe el mapeo especializado. Sin embargo, espero que las próximas generaciones tengan profesionales de la salud que no subestimen el dolor pélvico, donde haya más soluciones y no solo tratamientos hormonales anticonceptivos para detener la progresión de la enfermedad. Ojalá la ciencia pague la deuda que tiene con los cuerpos de las mujeres y personas que menstrúan, que en unos años haya un entendimiento de la endometriosis y ojalá una cura o tratamientos que no comprometan nuestra calidad de vida.
En mi caso sentí alivio por saber que mi dolor no era producto de mi imaginación, por saber que tenía razón y que el dolor, aunque no incapacitante, no era normal, pero también sentí tristeza por el diagnóstico, no quiero padecer esto. Ninguna mujer quiere. Ahora estoy esperando ver de nuevo a la ginecóloga para saber si es necesaria la laparoscopia y para saber cuándo debo ponerme el DIU Mirena, de los pocos tratamientos que ofrece el mercado para los síntomas, cuya inserción es sumamente dolorosa, pero de ese tema saldría otra columna de opinión.
* Periodista y politóloga, con maestría en Estudios de Género.