Por fin, un argumento contra el teletrabajo
Uno de los efectos estables de la pandemia más esperados por los analistas es el auge del teletrabajo. La era oscura del confinamiento reveló que el dogma del cuerpo presente en la oficina tenía menos de gestión empresarial que de religión instintiva. Es evidente que hay trabajos que son presenciales por naturaleza, y que lo seguirán siendo hasta que alguien enseñe a los robots a reparar tuberías, pero también ha quedado patente que hay muchas otras ocupaciones donde el cuerpo presente del empleado solo sirve para estorbar a los de la limpieza. Los observadores económicos llevan desde 2020 augurando que el teletrabajo, o un modelo mixto entre él y lo corpóreo, se va a imponer en la mayoría de los sectores.
Los empresarios habrán percibido sin duda las ventajas de tener al personal trabajando en casa. Como mínimo te ahorras un ordenador, una silla y cuatro metros cuadrados de valioso suelo de oficina. El pánico atávico de los jefes a que los empleados se vayan al bar no tiene mucho sentido. He visto gente teletrabajando que no se levanta de la silla ni para ir al baño, y gente que ficha a su hora todos los días sin que eso suponga un avance decisivo para la humanidad. Los gestores de la empresa y la Administración tienen que aprender a evaluar a la gente por sus resultados, y no por sus hábitos. Entonces, ¿tienen razón los augures del teletrabajo? ¿Han convencido estos argumentos a los directivos?
No. Los sondeos muestran un patrón tozudo. Los jefes siguen prefiriendo tener el rebaño a la vista, y el rebaño sigue prefiriendo tener al jefe fuera de la vista. Hay excepciones de todo tipo, pero esa es la tendencia general. Que se imponga un modelo mixto parece probable en algunos sectores, pero cuánto de mixto es una incógnita. Justo la incógnita que necesitan despejar los reguladores para enfrentarse al futuro inmediato de las relaciones laborales. Es un buen momento para razonar a favor y en contra del teletrabajo.
Y por fin tenemos un argumento en contra. No uno que venga de los jefes aficionados a pastorear ovejas, porque eso no son argumentos, sino lo que los ingleses llaman wishful thinking, un pensamiento más guiado por el deseo que por la razón. Me refiero a un argumento de verdad, por el amor de Dios.
Se trata del viaje al trabajo. Los norteamericanos, que como buena sociedad avanzada tienden a medir las cosas, calculan que el empleado medio emplea 26 minutos en llegar al curro. Poco me parece. Cuando yo vivía en Carabanchel Alto y trabajaba en Canillejas, me daba tales pechadas de línea 5 en el tubo que me pude tragar un tomo de lingüística generativa en menos de una semana. Mi cerebro quedó muy afectado. Pero en casos menos extremos, los trayectos y los trasbordos permiten a la gente experimentar una transición gradual entre su vida privada y su seudoexistencia laboral. Dos profesores de Administración de Empresas de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, escriben un curioso miniensayo en The Conversation. No sé si recomendárselo a los jefes o a los empleados. El caso es que trabajar en pijama no parece siempre una buena idea.