Preámbulo de un desastre
Enmarcada en mi librero hay una bella fotografía. Diciembre 1998. Aparece mi hijo Chuy, con 7 años de edad, en los terrenos de la Facultad de Comunicación en Monterrey, que colindaba con la casa donde vivíamos. Al fondo, el Cerro de la Silla se yergue majestuoso. Chuy sonríe feliz al lado de una bicicleta, su regalo navideño. El cielo estaba despejado. Todo parecía perfecto.
Pero esa foto, que capturó ese momento tan especial, fue el preámbulo de un desastre. En la imagen se alcanza a apreciar que el terreno donde estábamos tenía una pendiente pronunciada. No recuerdo si la ocurrencia fue de Chuy o mía, el caso que es que surgió la "brillante" idea de que estaría genial que el niño se deslizara por la pendiente montado en la bicicleta. Claro, ahí estaría su diligente padre para acompañarlo y evitar cualquier accidente. Así que acordamos el plan: Chuy se subiría a la bicicleta y bajaría la pendiente; yo iría corriendo a su lado, deteniéndolo de la parte posterior del asiento para que no se cayera.
Se avecina el desastre
Todo empezó muy bien, avanzamos los primeros metros divertidos y felices, riendo de emoción, llenos de euforia. Pero al seguir avanzando un poco más (la pendiente era bastante larga), empecé a sentir que algo no iba bien. Con la velocidad, el niño y la bicicleta me pesaban cada vez más, batallaba para seguirlos deteniendo; sentí que estiré el brazo y los dedos como si fuera el hombre elástico de "Los 4 Fantásticos", pero llegó el momento en que no pude más, y solté la bicicleta...con mi inocente hijo arriba de ella.
Chuy rodó en caída libre y yo me apaniqué al ver que todavía faltaba más de la mitad de la pendiente por recorrer. Lo escuché gritar "Papáááááááá...". Yo le quise responder "hijoooooooo...", pero no lo pude hacer. Tenía la garganta seca solo de pensar en lo imbécil que había sido. El desventurado recorrido terminó cuando la bicicleta topó con un cordón asfáltico, lanzando a Chuy por los aires, quien fue a caer entre ramas, piedras y espinas, magullando su infantil humanidad.
Con el corazón saliéndoseme del pecho fui a levantarlo y a tratar de calmar su llanto, sacudiéndolo lo mejor que pude para tratar de restaurar su estropeada imagen, a fin de que el regaño que me tocaría al llegar a casa no fuera tan fuerte, pero fue inútil, el daño estaba hecho y muy visible en ese pequeño cuerpo que, solo momentos antes, lucía tan enterito al posar para la fotografía.
Llegando a casa, al ver mi esposa el lamentable estado en que llegó el amado frutito de sus entrañas, no me bajó de irresponsable, inútil, paria, malnacido, gaznápiro y otros adjetivos igualmente cariñosos. No sé, tal vez fue que se le vino a la mente la ocasión en que permití que el niño, con menos de 3 años, se lanzara de un tobogán y se vino de cabeza, o cuando en un carrusel le di tanto vuelo que el pequeño Chuy salió volando y aterrizó, también con dolorosas consecuencias, sobre el piso lleno de grava y cadillos.
Te amo, hijo.
Con todo y eso, Chuy nunca me guardó resentimientos. En su diario está registrado que, pocos meses después de ese incidente, le pidió a su mamá que durante 5 semanas no le diera domingo porque quería regalarme un pastel por el día del padre. Hoy, a casi 20 años de distancia, mi hijo estudia medicina (¿será porque aprendió conmigo que en la vida hay muchos accidentes?), y quiero decirle que, al igual que en aquellos años, yo sigo admirando su valor. Aquel valor para levantarse y volver a montar la bicicleta, se ha traducido hoy en valor para levantarse cada día y seguir luchando por su sueño. Sigo admirando su generosidad. Aquella generosidad de la que dio muestras desde niño al pensar en su familia antes que en él mismo, se ha traducido hoy en amor para velar por sus hermanos y seguirlos protegiendo y cubriendo con sus fuertes brazos que asemejan alas de albatros. Y sigo admirando su nobleza. Aquella nobleza para olvidar resentimientos, tengo la esperanza de que se haya traducido en paciencia para pasar por alto mis errores. Y quiero que sepa que si en algún momento lo solté (simbólicamente hablando), hoy estoy aquí para apoyarlo y acompañarlo. Sigue siempre adelante hijo, por muy pronunciadas que sean las pendientes de la vida y haya que remontarlas. Además, tú y yo sabemos que el deslizarse por ellas tampoco es garantía de un final feliz. Te amo, hijo. Solo quería recordártelo.
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