´Quo vadis´, Clara

La curva de aprendizaje de Brugada como jefa de gobierno ha llegado a su fin. ¿Qué clase de ciudad tendremos al final de su sexenio y qué sello aportará Clara a la capital?
En 1985 la Ciudad de México se partió. Tras el terremoto del 19 de septiembre y sobre la herida por las represiones de 1968 y 1971, un sector se movilizó para demandar una reconstrucción democrática donde a las víctimas del sismo no se les negaran sus derechos como afectados, ni resultaran invisibilizados en el debate del futuro de la urbe. De una u otra forma, los jefes de gobierno por voto popular de la capital han provenido de esa lucha. Clara Brugada, la hoy gobernante de CDMX, destacadamente.
La capital siempre ha vivido en una contradicción. El centralismo del viejo régimen la consentía al tiempo en que le negaba autonomía. Antes de 1997 tuvo gobernantes lacayos del presidente en turno. Unos con más personalidad que otros, sin duda, pero todos sin mandato popular: su poder emanaba del favor de Los Pinos. Sin embargo, regentear el por décadas llamado Distrito Federal, suponía una vitrina que hacía abrigar sueños de "palabras mayores" (Spota dixit).
Nada de raro tiene entonces que la capital haga que el humo se suba a la cabeza. Alfonso Martínez Domínguez, para volver a 1971, tenía aspiraciones presidenciales desde el entonces DDF. Y a partir de ahí también buscaron la grande Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard y, desde luego, Claudia Sheinbaum Pardo. Que en su momento Cárdenas y Ebrard hayan fracasado en esa ruta, no descuenta lo real de que esta entidad sin municipios abre puertas.
Ese indudable peso político de la CDMX no debería obviar, igualmente, la realidad de que gobernar la capital es hoy cosa muy distinta a los noventa o principios de los dos miles (e incluso al sexenio pasado). Clara tiene un reto que no enfrentó ninguna de las personas que le precedieron en el cargo desde que hay elección de autoridades en la capital. Ha de renovar el Gobierno, en forma y fondo, de esa izquierda que irrumpió doce años después del sismo de 1985.
Cárdenas, López Obrador y Ebrard tuvieron a su favor el contraste. La ciudad avanzó con un repertorio progresista mientras la derecha, tecnocráticamente zedillista o confesional con Vicente Fox y Felipe Calderón, se conformaban con la ortodoxia neoliberal.
La ciudad-estado chilanga se convirtió en alternativa. No solo era una cosa discursiva. La agenda de múltiples derechos se abrió paso y el espíritu contestatario de la capital tuvo no solo aterrizaje en políticas públicas sino en un liberador disfrute. Vibrante, el orgullo chilango surgió en la calle, la música, el cine y, desde luego, como ejemplo nacional. De entidad problema a emblema de libertad ciudadana.
Miguel Ángel Mancera (2012-2018) fue un mal gobernante no solo por su actitud timorata y convenenciera (si tal cosa no es pleonasmo) en el retorno del PRI a Los Pinos, sino porque también personificaba el momento de división y falta de rumbo del grupo que venía desde el terremoto.
Andrés Manuel tuvo su peor desempeño electoral en 2012 y Ebrard nunca se ha recuperado del señalamiento de que él no supo defender su derecho a la candidatura presidencial de ese año.
Mancera se alineó con el priista Enrique Peña Nieto y a la postre, electoralmente hablando, fue lo mejor para AMLO: el jefe de gobierno se perdió en la grisura, Marcelo en el ostracismo del exilio y el tabasqueño retornó con fuerza rumbo a la elección de 2018. Esa ruta pasaba por "recuperar" la capital (las comillas son porque Mancera los ayudaba con una mano), a donde López Obrador perfiló a Claudia Sheinbaum. Al candidato no le importó para ello desplazar a liderazgos nacionales como Ricardo Monreal, o locales como Martí Batres.
En retrospectiva, AMLO puso en la capital a quien podría cultivar, otra vez desde suelo chilango, rumbo a una sucesión al viejo estilo. El saldo obvio es que la ciudad, luego de un incipiente experimento de diferenciación de Sheinbaum frente a Palacio Nacional, tras la derrota electoral de Morena en la capital en 2021 retornó al mimetismo absoluto con AMLO (Back to basics, según declaró la propia Sheinbaum al instalar incluso una cromática color guinda en la iconografía gubernamental). En 2024 se probó la virtud de esa política de sometimiento. Pero ¿funcionará rumbo a 2030?
Primero por contraste, luego por afinidad. El éxito de quien gobernaba la capital se midió por su capacidad de constituirse en el alter ego de un presidente de la República (aunque hoy no se lo quieran reconocer, la entonces perredista Rosario Robles mostró esa misma virtud al sustituir a Cárdenas en la regencia) o por mostrarse, muchos años después, como ejemplo refinado del modelo progresista. En esto último, Sheinbaum fue alumna de excelencia. Y quizá, pero eso es materia de otro texto, algunas de sus ataduras hoy se deban a que en Palacio Nacional no ha cambiado el libreto de pupila a líder.