Domingo Cultural

1215, 1789, 1945, 1989: las fechas que forjaron la libertad en Europa

De la Carta Magna a la II Guerra Mundial, de cuyo final se cumplen 80 años, la historia del continente ha sido una sucesión de momentos decisivos y advertencias que nadie quiso oír
  • Por: Guillermo Altares
  • 04 / Mayo / 2025 - 01:21 p.m.
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1215, 1789, 1945, 1989: las fechas que forjaron la libertad en Europa

Soldados soviéticos tocan el piano durante la caída de Berlín, en mayo de 1945.

Las fechas son esenciales para guiarnos en el laberinto de la historia; pero no siempre reflejan toda la verdad. Para algunos investigadores, la II Guerra Mundial no empezó el 1 de septiembre de 1939 y tampoco acabó el 8 de mayo de 1945. El 80º aniversario del final del conflicto, que se conmemora el próximo jueves, llega en un momento especialmente delicado, en el que se han ido volatilizando muchas de las certezas sobre las que se asentó la posguerra del continente. 

El historiador militar Antony Beevor cree que la II Guerra Mundial empezó en 1937 con la agresión japonesa contra China y otros estudiosos, como Ian Kershaw, sostienen que se prolongó hasta el final de la guerra civil griega, que acabó en 1949, o la expulsión masiva de alemanes étnicos entre 1945 y 1948, que produjo 12 millones de refugiados. Algunos historiadores consideran incluso que la I y la II guerras mundiales forman parte de un mismo e intenso conflicto. En España llevamos meses discutiendo si el final del franquismo fue en noviembre de 1975, con la muerte del dictador, o en diciembre de 1978, con la aprobación de la Constitución —como si la desaparición del tirano no tuviese nada que ver con el final de la tiranía—. 

Vivimos unos tiempos tan volátiles que, cuando se produjo el pasado lunes el gran apagón en España y Portugal, muchos pensaron antes en un ciberataque ruso que en un fallo técnico. Pero de la historia de Europa surge la certeza de que se puede derrotar al pasado, de que un continente sacudido por todas las guerras y conflictos imaginables puede convertirse en un oasis de democracia en un mundo cada vez más convulso. Pero también la historia de Europa nos muestra la fragilidad de la libertad. 

Precisamente por eso, si hay una fecha a la que los historiadores han regresado con intensidad en los últimos años, en busca de posibles lecciones para el presente, es el 30 de enero de 1933, cuando Adolf Hitler llegó al poder y, en pocos meses, los nazis destruyeron la República de Weimar, uno de los momentos de mayor libertad en la Europa del siglo XX, que simboliza entre otros el pintor George Grosz y su retrato de la vida callejera en el Berlín de los años veinte. Síndrome 1933 (Gatopardo), de Siegmund Ginzberg; Weimar. Tiempos inciertos (Norma), un tebeo de Martín, Pedragosa y Morata, o la magnífica exposición en Caixa Forum sobre la efímera república alemana, Tiempos inciertos. Alemania entre guerras, que pudo verse en Madrid este otoño y ahora está en Barcelona, son unos pocos ejemplos de una avalancha de novedades en torno a ese periodo siniestro. 

Todos estos ensayos, de una forma u otra, tratan de responder a la misma pregunta: ¿cómo pudo ocurrir?, ¿cómo uno de los países más cultos, civilizados, pujantes de Europa pudo caer, con el aplauso de la mayoría, en manos de un tirano salvaje, racista y antisemita, que acabaría siendo responsable de la muerte de millones de personas? El experto francés en nazismo Johann Chapoutot reflexiona en su último libro, Les irresponsables. Qui a porté Hitler au pouvoir? ("Los irresponsables. ¿Quién llevó a Hitler al poder", Gallimard), sobre los poderes económicos y políticos que llevaron a los nazis al poder y deja clara la enorme responsabilidad colectiva. Pero resulta especialmente perturbador el capítulo dedicado a aquella fecha del periodista experto en historia Volker Ullrich en su último libro, El fracaso de la República de Weimar. Las horas fatídicas de una democracia, que Taurus publicará el próximo 25 de mayo, porque muestra la inconsciencia de muchos de los que vivieron aquel momento, incluso de algunos judíos, que confiaban en unas instituciones que demostraron ser incapaces de frenar a la tiranía. Mirando al presente, a Estados Unidos bajo Trump, Hungría bajo Viktor Orbán, y a todos los países amenazados por la ultraderecha, leer la visión de los contemporáneos resulta espeluznante. 

"Alborotarse por el hecho de que Hitler es canciller me parece algo tan infantil que puede quedar reservado para sus seguidores", escribió el hamburgués Nikolaus Sieveking. El vicecanciller Ewald von Kleist-Schmenzin consideraba: "En dos meses habremos acorralado a Hitler de tal modo que no podrá hacer nada más que quejarse". Incluso Sebastian Haffner, el autor de Historia de un alemán (Galaxia Gutenberg), relataba que frente al sentimiento que le provocaba Hitler —"un olor a sangre y a suciedad alrededor de ese hombre"—, su padre, un pedagogo liberal, pensaba: "Seguramente provocaría alguna desgracia, pero no se mantendría mucho tiempo". Toda esa pachorra contrasta con las propias palabras del dictador nazi que, como recuerda Ullrich, nunca había ocultado sus intenciones: "Eliminar por completo el sistema de Weimar, ´exterminar´ el marxismo y ´expulsar´ a los judíos de Alemania, por los medios que hicieran falta". Muy pocos creyeron que fuera capaz. 

Pero la historia del continente también está llena de fechas que miran hacia el futuro. Antes que nada, aquellos días de la primavera de 1945 en los que fue derrotada la Alemania nazi —que el propio Ullrich analiza minuciosamente en Ocho días de mayo. De la muerte de Hitler al final del Tercer Reich (Taurus)—. En muy poco tiempo, las grandes potencias europeas decidieron compartir los recursos económicos en vez de disputárselos en una guerra interminable. El Día de Europa se celebra el 9 de mayo, una fecha que recuerda el año, 1950, en que la Declaración Schuman sentó las bases de la cooperación en el continente. Para el 11 de mayo, se ha convocado una manifestación cívica en Madrid en defensa de los valores europeos.

Ningún libro relata ese momento estelar de la humanidad en el que Europa derrotó a su pasado como Posguerra (Taurus), el gran clásico de Tony ­Judt. El título de su último capítulo, ´Europa como forma de vida´, resume la sensación de seguridad que muchos ciudadanos sienten sabiendo que pertenecen a este continente, aunque resulte muy difícil dejar de mirar hacia atrás. "En Europa, la amenaza de la historia no surgía de una deliberada distorsión del pasado para fines falaces, sino de la nostalgia", escribe Judt en un libro cuyo fondo el lector no acaba de tocar nunca. 

Resulta también inevitable pensar en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, aunque en su estupendo libro Europa. Una historia personal (Taurus), Timothy Garton Ash elige otra fecha en ese impulso hacia la libertad que marcó el final del siglo XX: el lunes 11 de marzo de 1985, cuando la URSS eligió a un nuevo dirigente, un entonces casi desconocido Mijail Gorbachov. "El papel decisivo de las figuras individuales en la historia quedó demostrado por un sistema cuya ideología insistía en que eran las grandes fuerzas impersonales las que hacían historia", escribe este periodista e historiador británico. En Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia (Anagrama), Lea Ypi ha construido uno de los relatos más divertidos y emocionantes —aunque también duros— de lo que significaba vivir en el mundo comunista y del final de la falla que dividía en dos al continente. Relata así la sorpresa que se llevó en su primer viaje al otro lado del telón de acero: "Unos niños se rieron de mí porque no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso: Mickey". 

Mirando hacia el pasado existen otras fechas fundamentales en el largo camino hacia la democracia. En su nuevo libro, D´où nous venons. Ce qui nous unit, ce qui nous divise (De dónde venimos, lo que nos une, lo que nos separa, Flammarion), Géraldine Schwarz, autora de ese maravilloso ensayo sobre Europa titulado Los amnésicos (Tusquets), viaja hasta el 15 de junio de 1215, "cuando un grupo de barones ingleses fatigados de los abusos del rey, en particular fiscales, ocuparon Londres e hicieron firmar al monarca la Carta Magna, que limitaba sus propios poderes". La Carta Magna garantizaba por primera vez algo que Donald Trump se está saltando de manera constante con las deportaciones de migrantes: el habeas corpus, el derecho a contestar su propia detención ante un juez. El árbol bajo el que se firmó ese documento todavía sigue en pie, el tejo milenario de Runnymede, en la ribera del Támesis, que se ha convertido —como el Himno a la alegría, de Beethoven; el Quijote, de Cervantes, o Los miserables, de Victor Hugo— en un símbolo de las profundas raíces de las libertades que los ciudadanos europeos han conseguido arrebatar a lo largo de los siglos a los tiranos. 

Johann Sebastian Bach compuso entre 1724 y 1725 "su ciclo de cantatas corales, el más ambicioso de todos sus proyectos", escribe Christoph Wolff en El universo musical de Bach (Acantilado). No se trata solo de uno de los Himalayas de la cultura europea; sino que, en gran medida, las obras que el maestro de Eisenach compuso para el culto luterano pueden encarnar el final definitivo de otro momento siniestro de la historia de Europa: las guerras de religión, que devastaron el continente en los siglos XVI y XVII. Aunque en 1648 se firmó la paz de Westfalia, un tratado que abrió el camino a la libertad religiosa y al multilateralismo, los enfrentamientos se prolongaron hasta finales del siglo XVII. Jérémie Foa, experto en las guerras de religión, ha publicado Survivre ("Sobrevivir", Seuil), una historia de cómo las matanzas religiosas que sacudieron Francia afectaron a todos los niveles de la sociedad, desde las noches en vela de Michel de Montaigne, que pensaba que en cualquier momento le podían matar, hasta su influencia en la lengua. "En las guerras civiles, la lengua se opaca, pierde su eficacia como vehículo transparente", escribió. Bajo el genio de Bach, aquel conflicto que parecía interminable se convirtió en una belleza que los mejores músicos barrocos del mundo siguen interpretando y el arte volvió a fluir como una forma de comunicación. 

Están naturalmente el 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla —aunque, como recuerda Éric Vuillard en 14 de julio (Tusquets), el rey escribió aquel día en su diario: "Nada"—, o el 18 de marzo de 1871, con el estallido de libertad que significó la Comuna de París. O el 14 de abril de 1931, cuando los españoles se convirtieron en ciudadanos con el nacimiento de la Segunda República. Pero la mayoría de estas fechas tienen un reverso tenebroso: la Revolución Francesa acabó mutando en el terror de Robespierre y en la guillotina; la Comuna de París fue derribada por una represión salvaje —celebrada en uno de los monumentos más feos de Europa, la basílica del Sacré Coeur de París— y la Segunda República fue aniquilada por un sangriento golpe de Estado fascista. Los españoles tardamos 40 años en recuperar las libertades perdidas. 

El historiador francés Olivier Wieviorka, profesor de la Escuela Normal Superior, acaba de publicar una monumental Historia total de la Segunda Guerra Mundial (Crítica), un volumen de casi 1.000 páginas en el que analiza el conflicto desde todos los puntos de vista posibles, de una forma tan sólida como original. Por ejemplo, el capítulo 18, ´Una guerra racial´, ofrece una mirada profunda y desasosegante sobre uno de los conceptos que desataron el horror de los horrores: la idea, profundamente arraigada, de que unos pueblos son superiores a otros y que, por lo tanto, tienen derecho a exterminarlos.

Su conclusión es a la vez optimista y pesimista, el nunca más de los supervivientes de Auschwitz frente a la cruda realidad del expansionismo ruso y de que una parte de Europa sigue atrapada en el bucle de la guerra. "La Segunda Guerra Mundial nos lleva a interrogarnos sobre el hombre, sobre su capacidad de adhesión, de sumisión o de rebelión. Obliga a reflexionar acerca de la humanidad y su inhumanidad, de la racionalidad de los dirigentes y el alcance real de su poder", escribe Wieviorka. "Los supervivientes de Auschwitz y de Buchenwald les respondieron con un ´nunca más´. Había que desterrar la guerra, si no del mundo, al menos de Europa, y los horrores de los campos de concentración no serían más que un recuerdo espantoso. Sin embargo, el Gulag prosperó; los conflictos bélicos regresaron al Viejo Continente, primero en Yugoslavia y luego en Ucrania. Por más que se estudiaran y debatieran las grandes lecciones del periodo de entreguerras, nunca aportaron el fruto amargo de la experiencia", prosigue el historiador. Sin embargo, es un hecho que Europa logró avanzar hacia el futuro, sin ser arrastrada por la corriente hacia el pasado. 

Timothy Garton Ash escoge en Europa un libro que simboliza todas esa idas y vueltas entre la Europa de las libertades y la Europa de las tiranías, entre la esperanza y el terror, entre un futuro a la vez deslumbrante y peligroso y un pasado lleno de lecciones que nos negamos a aprender. Se trata, naturalmente, de El mundo de ayer, de Stefan Zweig (existen ediciones en Acantilado, Alianza y una muy reciente en Arpa). Garton Ash recuerda una de las citas cruciales de esa obra maestra: "Nunca he amado tanto nuestro Viejo Mundo como en los últimos años de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época". Junto a Stefan Zweig, otro autor se ha convertido en el símbolo del humanismo europeo y de la voluntad de construir un mundo mejor con las palabras: Albert Camus. En su discurso del Premio Nobel, el autor de El extranjero declaró: "Cada generación cree sin duda que su destino es rehacer el mundo, pero la mía sabe que no lo hará. Pero su tarea es mayor. Es evitar que el mundo se desmorone". Estas palabras fueron pronunciadas en 1957. Ahora, en este temible 2025, son más válidas que nunca. 

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Soldados del Ejército rojo ponen la bandera soviética en el Reichstag en Berlínel 20 de abril 30, 1945, en una imagen tomada por Vladímir Grebnev. 

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El rapto de Europa, Francisco de Goya, 1772. Colección privada.





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