El genocidio tiene futuro
Queríamos que sólo tuviera pasado, como un delito propio del terrible siglo XX, pero resulta que tiene también presente, en el no menos terrible siglo XXI. Y a la vista del escaso éxito de los buenos propósitos, sospechamos que sigue teniendo un terrible futuro.
La vieja proeza bíblica y cartaginesa, aniquilar al vencido, mujeres y niños incluidos, hasta arrasar sus ciudades y sembrarlas de sal, exhibida como expresión natural de la ley del más fuerte bajo el designio de los dioses, ahora requiere al menos del disimulo, el sigilo y el posterior negacionismo de sus perpetradores.
Quedó desnaturalizada tras la acción exterminadora del hitlerismo, de donde surgieron las ideas jurídicas que definieron los crímenes contra la humanidad y entre ellos el propio genocidio, el mayor de todos, como la aniquilación intencionada de un grupo humano por el mero hecho de existir como tal.
Tras los juicios de Núremberg, donde se juzgó a los jerarcas nazis, una convención de Naciones Unidas lo tipificó como delito. Más tarde, se estableció para perseguirlo, junto a los crímenes de guerra y otros crímenes contra la humanidad, un Tribunal Penal Internacional, así como tribunales especiales para juzgar las atrocidades concretas de los Balcanes, Camboya, Ruanda y otros países africanos. Además de desnaturalizado, empezaba a ser castigado, aunque escasamente evitado y perseguido.
La geografía de la sospecha es global y extensa la lista. Tan pronto atruena el escándalo que producen las matanzas como desaparecen de nuestra voluble y efímera atención tan propia del siglo XXI.
Un exterminio próximo oculta otro lejano que no toca nuestras más sensibles fibras ideológicas. Ucrania queda medio tapada por Gaza, donde las intenciones genocidas son al menos dobles, de Hamás y de ministros de Netanyahu como Bezalel Smotrich o Itamar Ben Gvir.
Ambas guerras atroces eclipsan a su vez a Sudán, donde el genocidio se da por repetición, de los mismos militares genocidas que en Darfur hace 20 años y de los grupos humanos exterminados entonces y ahora. En el remoto recuerdo yacen los rohinyás perseguidos y exterminados en Myanmar.
Casi olvidados los yazidíes masacrados por el Estado Islámico y los kurdos de Irak y de Siria. Y sin contar los feminicidios de Irán y Afganistán. Como ciertas comunidades indígenas en la Amazonia, minúsculas y apenas visibles, igualmente aniquiladas.
O los uigures de Xingjiang, triturados por la tecnología de un sigiloso genocidio cultural, lingüístico y religioso que transforma al individuo y extermina al grupo.
Hoy tenemos delito y tenemos tribunales. Hay condenas y unos pocos tipos encarcelados. Pero sigue y sigue, con su brillante futuro, alimentado por las zonas de impunidad bajo protección de las superpotencias tutelares o directamente criminales y preservado por el olvido, la ceguera o la indiferencia cómplice de todos nosotros. ¿Nunca más? ¡Qué vergüenza!