En el habla de todos
Hablando no se entiende la gente. El Parlamento español es un espectáculo bochornoso de oídos sordos y gritos y carcajadas de bronca de borrachos, en el que el coro dócil de los incondicionales jalea taurinamente a sus respectivos espadas después de una faena de descabello verbal.
Los líderes políticos hablan un lenguaje de arenga en el que no hay matices porque no sirve para explicar ni proponer nada, ni para persuadir racionalmente, sino para excitar con fatigosas consignas y chistes bochornosos a los militantes más fieles, aquellos que ya estaban de antemano convencidos.
El idioma de la clase política y de su cortejo populoso de comentaristas está recosido de muletillas y frases hechas que se difunden con una velocidad epidémica: las líneas rojas, el sorpasso, el caladero de votos, el “esto no va de”, la batalla del relato, el espacio, en núcleo duro, el apostar por, los territorios, los barones, las baronías.
Observador un poco maniático del idioma, escucho declaraciones como un melómano excesivo que está siempre en una dolorosa espera de notas falsas. En esa tarea agotadora, aunque superflua, me han educado tres novelistas de infalible oído: Flaubert, Galdós, Clarín. Los tres tuvieron el talento de atrapar las vulgaridades y los disparates del habla pública, e inventaron personajes cuya perfecta estupidez, chabacana o pomposa, quedaba definida por sus rutinas verbales.
Pero quizás fue Marcel Proust quien creó el modelo mejor dibujado, y más cómico, de ese tipo engolado de diplomático o veterano de la alta política que logra un prestigio de sagacidad y altos saberes confidenciales esparciendo ciertas expresiones trilladas.
El marqués de Norpois no dice “el gobierno británico” sino “la corte de Saint James”, y siempre se refiere al Quai d’Orsay por no decir el Ministerio de Asuntos Exteriores, con la misma unción con que nuestros grandes entendidos hablan del “gigante asiático” o del “Consenso de Washington”.
En el prólogo al Don Quijote de 1605, un amigo imaginario aconseja a Cervantes que escriba “a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas”. La naturalidad es el único secreto del estilo. Solo hablando puede entenderse la gente: llamando pan al pan y vino al vino.
Los politólogos utilizan con frecuencia una jerga que solo ellos entienden, pero los textos fundamentales de la emancipación humana están escritos con luminosa claridad: los Ensayos de Montaigne, la Declaración de Independencia americana, los artículos de L’Encyclopedie, el gran alegato feminista de Mary Wollstonecraft, el ensayo sobre la libertad de John Stuart Mill, el Manifiesto Comunista, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las Tres guineas de Virginia Woolf. George Orwell comprendió que la corrupción del lenguaje era inseparable de la corrupción de la vida cívica, y que una expresión clara y precisa en el idioma común actuaba como antídoto para los siniestros eufemismos de la propaganda totalitaria.
Emily Dickinson fue del todo transparente al afirmar su solitaria libertad de conciencia frente al integrismo religioso que la rodeaba: “Algunos celebran el sábado/ yendo a la iglesia/ Yo lo celebro/ quedándome en casa”.
Con el resultado de las elecciones europeas se ha confirmado una mutación lingüística que llevaba existiendo mucho tiempo, y que se hizo clara de golpe en la primera campaña electoral de Donald Trump.
Las derechas más o menos extremas han descubierto la euforia de decirlo todo, de alimentar el odio, de no someterse a ninguna formalidad ni control ni detenerse ante ninguna ofensa que muy poco tiempo antes habría sido inimaginable.
Cuando se divulgó la grabación de Trump celebrando el deleite de agarrar a las mujeres “by the pussy”, pareció no ya que fuera a perder las elecciones, sino hasta que tendría que renunciar a la candidatura, en un país donde ciertos verbos y nombres de órganos que en nuestros medios ya son usuales quedan suprimidos en los periódicos con un casto asterisco. Ahora comprendemos que Trump ganó no a pesar de las barbaridades que decía, sino gracias a ellas.
En otras épocas, una diferencia entre la derecha y la izquierda era que la derecha guardaba las formas y usaba un lenguaje ceremonioso y comedido, y la izquierda era agitadora, deslenguada, iconoclasta.
Ahora, en España, en Estados Unidos, en toda Europa, es la derecha la que está entregándose a una especie de orgía de lenguaje canallesco, vindicando el insulto grosero como ejercicio de libertad, usando palabras y argumentos que no se habían dicho abiertamente en público desde los tiempos del fascismo: contra los extranjeros, contra las mujeres, contra el derecho al aborto, contra la justicia social.
La extrema derecha ha descubierto el placer de saltarse todos los escrúpulos verbales, y en caso necesario hasta los institucionales. Y sobre todo ha descubierto que esa brutalidad verbal, lejos de perjudicarle, le gana las simpatías de dos grupos en teoría opuestos entre sí: los más ricos y muchos de los pobres o muy pobres que se molestan en votar.
A Trump lo votan los milmillonarios de jet privado y los parados blancos de antiguas zonas industriales que se quedan sin dientes desde la juventud y sufren amputaciones porque no tienen un seguro médico que les permita tratarse una diabetes.
En la impotencia de la izquierda por movilizar mayorías sociales hay también un elemento de lenguaje. La extrema derecha es clara y terminante en sus proclamas de resentimiento y revancha.
La derecha ha descubierto la libertad al mismo tiempo que la izquierda se encerraba a sí misma en un gueto lingüístico, hecho de jergas identitarias y de términos fetiche calcados del lenguaje más hermético que existe, el que surgió en de los departamentos de estudios culturales y estudios de género de las universidades americanas, que son a la vez traducciones de la temible “Teoría” francesa, la escuela de los grandes brujos oraculares, Foucault, Derrida, Deleuze, etc.
En el invernadero de una universidad es fácil imaginar que las palabras y las teorías importan más que la realidad, y que para lograr la justicia, la igualdad, los derechos de las minorías, basta imponer la censura ideológica y una ortodoxia verbal específica de cada grupo identitario que puede señalar como hereje a cualquiera que no la obedezca sin fisuras.
Como un virus que escapa de un laboratorio, estos lenguajes autoritarios de apariencia liberadora se han difundido desde las universidades al mundo de los partidos de izquierda, las administraciones, las columnas de periódico.
Un orador de derechas dice lo que piensa, y enardece a los suyos. Un activista de izquierdas ha de medir cada palabra que dice, para no arriesgarse a la excomunión, o a la pelea cismática con quienes no comparten exactamente los códigos verbales del grupo de presión que se erige en portador de cada minoría, o de las subminorías en el interior de cada una de ellas; quien habla o escribe ha de poner más cuidado en repetir todas las duplicaciones y eufemismos de género o raza o modalidad sexual que sean necesarios que en explicar con elocuencia y entusiasmo ideales prácticos que mejoren la vida y aseguren la libertad de la inmensa mayoría.
Pero hacen falta palabras claras y rotundas y argumentos rigurosos para desbaratar las fantasías demagógicas que seducen quienes han perdido cualquier esperanza de justicia y buscan salvadores y chivos expiatorios. El lenguaje de las sectas ideológicas está hecho para que sus miembros se reconozcan secretamente entre sí. Si la izquierda, en el sentido amplio y generoso de la palabra, quiere hacerse entender por la mayoría, tendrá que hablar de nuevo en el idioma de todos, el de la igualdad y la fraternidad.