Las pesadillas de los inocentes
A algunas personas les toca vivir pesadillas que han soñado otros. Leo estos días las crónicas que envía Jesús A. Cañas desde Cádiz contando la persecución que sufrió el bravo militante ecologista Juan Clavero y revivo algunas de las pesadillas más persistentes que me han acompañado en mi vida, algunas soñadas y otras vívidamente imaginadas con los ojos abiertos cada vez que he pasado junto a los guardias en un puesto fronterizo, o cuando llegaba a Nueva York y tenía que hacer frente a los funcionarios de Inmigración, incluso yendo por la calle y viendo a unos policías nacionales apostados en una esquina, con esos fusiles tremendos que llevan a veces y que con frecuencia contrastan con sus expresiones apacibles, sobre todo si los policías son mujeres. Siempre pienso que me van a detener o me van a pedir papeles que no llevo conmigo.
El proceso es, con diferencia, una de las novelas más terroríficas que he leído. La cara de nobleza vulnerada y puro espanto de Henry Fonda en "Falso culpable", una de las pocas películas de Hitchcock en las que hay una intensidad emocional verdadera, despierta en mí, y seguro que en personas menos medrosas que yo, el miedo primario a la persecución y el castigo, la conciencia de la fragilidad del ser humano desvalido frente a los poderes monstruosos que pueden aplastarlo.
Cada vez que el ceñudo funcionario de Inmigración en la terminal de llegadas del aeropuerto Kennedy me decía que me quitara las gafas y mirara a la cámara, yo temía que en la pantalla de su ordenador apareciera una señal de alarma sobre mí, nada inverosímil, como saben muchos viajeros de España y América Latina, portadores de nombres y apellidos tan comunes que pueden ser también los de un capo del narcotráfico.
Pensé con temeroso optimismo que, cuando en vez del pasaporte y el visado pudiera mostrar la tarjeta de residencia permanente, la esquiva Green Card, me dejarían pasar con un poco más que un gesto de la mano y una sonrisa de bienvenida —sé que se han dado casos—, pero a partir de entonces las esperas delante del mostrador y el funcionario inexpresivo pero amenazante se hicieron todavía más largas, sin explicación alguna, y culminaban en ese momento temido en el que el funcionario me indicaba que tenía que ir "a la oficina".
En la oficina uno se sentaba en una silla de plástico, siempre cerca del filo, delante de un mostrador elevado y mirando de soslayo a los desconocidos que también esperaban, unido a ellos en la posibilidad del infortunio, y a la vez no queriendo verse mezclado con gente de aspecto quizás más sospechoso que el de uno mismo. No hay nada como ser acusado para tener cara de culpable. Al cabo de una espera más o menos larga, el funcionario acodado cansinamente en el mostrador decía mi nombre, y me miraba de arriba abajo desde su altura episcopal tendiéndome el pasaporte y sin mirarme, como si en el fondo no estuviera convencido de mi inocencia.
Pero no hace falta ir tan lejos para sentirse vulnerable y acosado. El 26 de agosto de 2017, en un camino de la sierra de Grazalema, Juan Clavero vio a unos guardias civiles que le hacían señas para que detuviera su furgoneta y al principio no tuvo miedo. En un país civilizado los uniformes no tienen porqué provocarlo.
Un teniente le ordenó con cierta grosería que bajara del coche y se alejara de él, y un momento después este activista infatigable en la defensa de la naturaleza y la libertad de los caminos rurales estaba esposado en el land rover de los guardias y descubría que era culpable de narcotráfico. Una vez puesta en marcha, la burocracia punitiva ya es imparable. Todavía sin duda con menos miedo que sensación de irrealidad, Clavero se vio fotografiado de frente y de perfil, sus dedos apretados por la mano de otro contra la almohadilla untada en tinta de las huellas digitales, encerrado en una celda. Le quitaron las gafas y le hicieron permanecer toda la noche delante de unos focos poderosos, al parecer para vigilar que no se suicidaba.
En España a la crónica negra rara vez le falta un aliño de esperpento. Los guardias habían registrado la furgoneta de Clavero buscando un alijo de cocaína, pero, como no la encontraban, llamaron por teléfono al chivato que les había informado sobre ella. El hombre, servicialmente, les indicó que la droga estaba bajo el asiento del copiloto, y los miembros de la Benemérita pudieron culminar con éxito la operación.
Un biólogo de 62 años, moreno y fornido de ir por el monte y conocido en toda la provincia por su militancia de muchos años, cumplía sin duda el perfil de traficante de drogas, y de paso que participaba en una marcha de protesta, guardaba 29 papelinas de coca y unos cuántos gramos de hachís. La vergüenza forma parte siempre de estas pesadillas: todavía con las manos esposadas, Juan Clavero fue conducido por los guardias a su casa para que lo vieran así su mujer y su hija, y los vecinos que anduvieran por la calle. El siguiente paso de la operación antidroga era el registro del domicilio del sospechoso, en el que los eficaces investigadores no encontraron nada.
Al día siguiente, un juez con ojos en la cara dejó libre sin cargos a Juan Clavero, al mismo tiempo que en los periódicos y en los informativos de la radio y la televisión se repetía el ti-
tular: DIRIGENTE ECOLOGISTA, DETENIDO POR TRÁFICO DE COCAÍNA. La infamia es instantánea, pero la justicia es tan lenta, que no se sabe si merece llamarse justicia. En aquella marcha de agosto de 2017 lo que reclamaban Juan Clavero y su romería de activistas era el derecho a usar libremente los antiguos caminos públicos de la trashumancia, cortados por vallas y alambradas ilegales, usurpados por el dueño de una finca enorme de 2.000 hectáreas en el parque natural de Grazalema.
Los caminos del campo son arterias inmemoriales de la vida comunitaria y el tránsito del ganado, reliquias de usos anteriores a la cruda imposición de una propiedad privada que muchas veces es el resultado de la usurpación o de la venta tramposa de lo que había pertenecido a todo el mundo, prados, montes, caminos comunales. Los torpes mercenarios que urdieron la trampa contra Clavero, incluido el que puso la cocaína en su furgoneta, actuaban al servicio del dueño de esa finca inmensa, un magnate inmobiliario de Bélgica, que asegura higiénicamente no saber nada del asunto. En unos días se sabrá si reciben algún castigo. En cuanto al guardia civil que con tanta sagacidad encontró la cocaína en la furgoneta, solicitó hace tiempo un cambio de destino.
Juan Clavero tiene ahora 70 años, y en las fotos se le ve igual de entero, con el pelo más blanco pero no menos abundante, con el color de cara y el aire de salud y vigor que dan los madrugones y las marchas por el monte, y también el coraje de entregar la vida contra viento y marea, contra el desánimo y la resignación, a una causa justa.
Cotos de caza para multimillonarios y enjuagues de fondos de inversión y administraciones débiles y corruptas reviven el viejo despotismo de los latifundistas en la codicia de poner puertas y alambradas al campo.
Cuanto más crudamente se muestra la evidencia del cambio climático y la devastación que trae consigo una economía basada en el saqueo y el despilfarro de recursos naturales para los que no habrá recambio, mayor se vuelve la agresividad corporativa contra activistas tan inermes como Juan Clavero y su comunidad de caminantes por la sierra de Grazalema. En medio del campo y protegidos los unos en los otros será más difícil que los alcance esa persecución inexplicable que por algún motivo aparece con tanta frecuencia en los malos sueños de los inocentes.