Columnas - Antonio Muñoz Molina

Noche Vaticana

  • Por: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
  • 27 ABRIL 2025
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Noche Vaticana

A finales de los años setenta, dos jóvenes mochileros recorren Roma y desde la plaza de San Pedro ven una luz encendida en el Palacio Apostólico

Viendo las multitudes que se arraciman estos días en la plaza de San Pedro de Roma me acuerdo de una vez en que un amigo y yo nos encontramos solos en ella a las tantas de la madrugada. Era septiembre de 1978, en plenos años de plomo del terrorismo, solo unos meses después de que las Brigadas Rojas asesinaran a Aldo Moro, eliminando con él la posibilidad revolucionaria de lo que entonces se llamaba el compromiso histórico, un acuerdo de gobierno entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista de Enrico Berlinguer, a quien muchos admirábamos con vehemencia en España. En la noche desierta de Roma pasaban como ráfagas los coches de los carabinieri con las luces azules giratorias y el largo silbido de las sirenas. Mi amigo y yo, mochileros modernos sometidos a una indigencia de peregrinos antiguos, nos alojábamos y comíamos gratis en un convento de monjas obreras, Le Piccole Sorelle di Gesù, en la zona entonces periférica de Tre Fontane, que se llama así en memoria de los tres saltos que dio la cabeza de San Pablo una vez decapitado, de cada uno de los cuales brotó, con gran sentido práctico, una fuente. Alguien de un movimiento de cristianos de base, como se decía en la época, me había dado en Granada un papel con la dirección del convento, y con el nombre de una monja catalana que entre los diversos trabajos que ejercía siguiendo la vocación proletaria de su orden estaba ocasionalmente el de malabarista en un circo. 

Llamamos a la puerta del convento y las hermanas nos acogieron sin ninguna pregunta y sin cobrarnos nada. Después de muchos días dando tumbos en autostop por las carreteras italianas, disfrutamos por primera vez del regalo de una ducha y una cena caliente, y hasta de una litera que fue una delicia para nuestros huesos mal acostumbrados a dormir sobre el suelo en una tienda de campaña. Las monjas eran activas y cordiales, con sus hábitos simples y sus ademanes enérgicos, curtidas en los barrios populares de Roma y en diversas periferias del mundo. A nosotros, con nuestros resabios bien fundados de jóvenes en rebeldía contra una iglesia punitiva y franquista que nos había ensombrecido la vida desde los siete años, la idea de la caridad cristiana nos parecía sospechosa e hipócrita, más propia de beatas mezquinas que de personas comprometidas con la justicia. Pero aquellas monjas la ejercían en sus palabras y sus actos con una naturalidad que dejaba en suspenso cualquier recelo y despertaba una limpia gratitud, convertida en admiración cuando las escuchábamos contar algunas de sus aventuras por el mundo.

La única limitación seria de aquella hospitalidad era que el convento cerraba sus puertas inapelablemente a las nueve de la noche. Andábamos apurando la vitalidad desastrada y como selvática de Roma en los atardeceres prolongados de septiembre, con las manos en los bolsillos casi vacíos y todos los sentidos muy abiertos, y en el momento en que la noche iba llegando como una promesa teníamos que tomar el metro para cumplir nuestro toque de queda y no quedarnos en la calle. La noche de nuestro último día completo en Roma decidimos apurarla hasta el fin, cenando un trozo de pizza en un puesto callejero, seducidos y embriagados por aquella mezcla de monumentalidad y hormigueo vecinal de las calles del centro, por el circo incesante de los personajes estrambóticos que merodeaban por la Piazza Navona, más llamativos aún para nuestros ojos de provincianos españoles: los músicos, los actores callejeros, los mangantes, los mendigos, los hippies tardíos, los predicadores políticos con sus barbas cerradas y sus tenderetes de megáfonos y banderas rojas con hoces y martillos o banderas rojinegras de los anarquistas. Pero resultó que la noche romana acababa mucho antes de lo que creíamos, y que del Tíber subía desde el oscurecer un frío húmedo que traspasaba la tela de nuestras camisetas y vaqueros. En las plazas sin nadie resonaba el agua desbordando en cascadas los mármoles de las fuentes barrocas. Había tramos de oscuridad alarmante, y las sirenas atravesaban el silencio de una ciudad que se cerraba ante nosotros en una hostilidad de mausoleo. Así nos vimos en la plaza de San Pedro, más solos que la una, entre las dos fuentes que vierten el agua desde más alto que ninguna otra, delante del obelisco descomunal, y de la fachada más descomunal todavía, ensombrecida a aquella hora, con una colosalidad insolente de coraza de mármol, un brutalismo como de sede bancaria en una capital imperial. En las alturas tibetanas de los palacios pontificios se veía una pequeña ventana iluminada, y nosotros imaginábamos que podría ser la del papa desvelado por algún enigma teológico. Esa mañana nos habíamos paseado por sus frígidos espacios interiores, en los que la sugestión insolente del poder se manifestaba igual en las dimensiones de todo que en los gestos de éxtasis o fulminación de las estatuas de papas y de santos que lo dominaban a uno desde arriba. La estatua de bronce de Pío XII era un Nosferatu con dedos afilados y gafitas redondas de inquisidor.

El único indicio de dulzura evangélica era La Piedad de Miguel Ángel. Uno podía mirar tan de cerca que casi la tocaba. El mármol tenía una blancura translúcida en la luz agrisada. Era el dolor crudo y a la vez contenido de la madre sosteniendo el cadáver de su hijo muerto, ejecutado por un poder bárbaro, recién descendido del horror de la crucifixión, castigo infame de criminales. Ese brazo descolgado de Cristo lo repitió exactamente Caravaggio en su Descendimiento. Meses más tarde un demente atacó La Piedad con un martillo, y cuando volvieron a exponerla después de restaurada ya no fue posible mirarla tan de cerca, porque la protegieron con una pantalla de cristal blindado.

En cuanto se hizo de día mi amigo y yo, ateridos, hambrientos, muertos de sueño, llamamos a la puerta del convento, quizás con un aire de pecadores menos arrepentidos que decepcionados por no tener nada de lo que arrepentirse. Las monjas nos dieron de desayunar y nos dejaron dormir unas horas antes de que nos echáramos de nuevo a la carretera, con los alimentos que nos regalaron para el camino. Hasta para ser hippies errantes nos faltaba dinero, igual que nos faltaba fe para ser peregrinos. En puestos de frutas al costado de las carreteras comprábamos por unas pocas liras racimos de uvas y tajadas exquisitas de sandía que nos saciaban la sed en las mañanas de calor. Italianos amables nos recogían en sus coches y nos daban conversación en ese idioma que nos entusiasmaba incluso cuando nos hablaban tan rápido que ya no lo entendíamos. Algunas veces nos invitaban a tomar algo en alguna parada. A nosotros la fe católica nos la habían quitado a guantazos y penitencias los curas de nuestra niñez, y aún no éramos lo bastante perspicaces para darnos cuenta de que la bondad que recibíamos durante nuestro viaje, en el convento de las Piccole Sorelle o en las carreteras secundarias de Italia, procedía de un manantial no necesariamente cristiano, pero sí alimentado por el mismo impulso de compasión y fraternidad que empapa las páginas más luminosas de los evangelios, y también el arte inspirado por ellos: las escenas de la pasión de Cristo de Caravaggio, con sus apóstoles con caras atezadas de campesinos o pescadores, o las dos pasiones de Bach, la de San Mateo y la de San Juan, que yo procuro escuchar aunque no sea Semana Santa con una emoción que no es solo la de su radiante belleza.

Regresados de nuestro viaje, ya restablecidos de penalidades por los cuidados culinarios e higiénicos de nuestras madres, mi amigo y yo nos enteramos de que el Papa Juan Pablo I acababa de morir. Corrían rumores de que su muerte había sido facilitada de algún modo. Y entonces nos acordamos de aquella luz mínima encendida en mitad de la noche en el Vaticano.


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