Domingo Cultural

La conmovedora historia de un padre y su legado familiar

"He tenido una buena vida...", empezaba el papel que me dejó: yo sólo espero que haya sido cierto. Nunca podré saberlo
  • Por: Martín Caparrós
  • 13 / Abril / 2025 - 10:48 a.m.
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La conmovedora historia de un padre y su legado familiar

Un padre y su hijo pescando década de 1950-60.

Hace unos días me contaron que aquí era el Día del Padre. Y me explicaron que se celebra cada 19 de marzo en homenaje a san José, un personaje mítico cuyo mito consiste en no haber sido padre de su supuesto hijo sino esposo de su madre infiel y virgen: credo quia absurdum —lo creo porque es absurdo—, decían los padres de esa Iglesia.

La palabra padre se usa por demás. Hay padres y padres y más padres: de la patria, de la Constitución, de pila, de familia, de sí padre, de padre nuestro y señor mío; en México, incluso, algo padre es muy bueno: ¡qué padre!, pero en España es más bien malo: ¡tu padre! Y sin embargo padre también hay uno solo.

Del mío siempre recuerdo, antes que nada, el día de su nacimiento: hoy, 6 de abril. El suyo fue en 1928 y en Madrid. Corrían tiempos raros, como todos: tras siglos de aislamiento autoerótico, rabiosamente polvoriento, España intentaba volver a ser un país actual. O por lo menos una parte de España lo intentaba: mi padre venía de esa parte. Su padre Antonio era médico, republicano de Azaña y Ateneo; su madre Sagrario, hija de un general casi demócrata, no trabajaba pero sabía muchas cosas. Y sus vidas —y las de su hijo Antonio y su hija Sagrario— se enfrentaban a un camino prometedor que el 14 de abril de 1931 dejó de ser promesa y pareció real.

Todo eso se esfumó, sabemos, al cabo de un lustro. Siempre me impresionó cómo la vida de esa gente que quiero se deshizo de pronto en una tarde, aquel 18 de julio, para siempre. Mi abuelo Antonio se quedó trabajando en la ciudad sitiada y terminó dirigiendo un hospital hasta que lo metieron preso: pasó dos años en la cárcel de la calle de Santa Engracia, esperando cada noche que los guardias no dijeran su nombre cuando llamaban a los que serían asesinados al amanecer. Cuando por fin salió le prohibieron ejercer su oficio: él y los suyos —­los nuestros— lo tuvieron difícil. Su hijo, mi padre, fue despachado a la casa de un tío rico en Almería y así vivió los años de su adolescencia, un colegio de curas del franquismo provincial; la gran ventaja era que allí comía todos los días. Al fin, viendo que los demócratas globales sostenían al fascista local, mi abuelo Antonio decidió escaparse en una suerte de patera que cruzó desde Canarias hasta Venezuela. El resto de su familia, inocente de nada, pudo irse a Buenos Aires en un barco de veras.

Y ahí estaba mi padre, 20 años, en una tierra extraña, con su carga de timidez y desafío: estudió Medicina, se volvió comunista, desdeñó a sus compañeros frívolos —­como aquel Ernesto Guevara de la Serna, un chico chic—, sedujo a algunas chicas con su acento, sus ojos verdes, su melancolía. Entre ellas, unos años después, a mi madre Martha, una estudiante aventajada jovencita, judía de Buenos Aires. Mi padre Antonio se recibió de médico, se doctoró con una tesis sobre el daño de las anfetaminas, se hizo psiquiatra, se tomó todas esas anfetaminas para que nadie dudara de que era el más inteligente.

Muchos lo creyeron. Fue profesor en la Universidad de Buenos Aires, fue una voz de la izquierda de esos sesenta tan prometedores, fue un enviado de Guevara en esos barros y, tras su muerte, uno de los primeros en creer que Perón podía reemplazarlo; fue el marido de varias mujeres, fue el amigo de cuatro o cinco amigos y muchos más discípulos, autor de varios libros. Pero nunca dejó de tomar sus anfetas y a mediados de los setenta, cuando tuvo que volver a exiliarse, ya estaba muy jodido.

Se murió en su cama, en su ciudad natal que ya no conocía. El exilio puede ser duro; exiliarse y volverse a exiliar es un exceso. Hoy recuerdo la fecha de su nacimiento pero su muerte me duele todavía. Vivió mucho, intenso, y vivió poco. Se murió, ya muy mal, a sus 58.

Yo creo que lo habría querido mejor si se hubiera preservado para nosotros, si no hubiera preferido quemarse para seguir brillando todo lo posible. Lo extraño: extraño a ese que fue para otros pero no para mí. Y al mismo tiempo me pregunto quién sería, quién ese chico que tuvo que rearmar su vida en tierra extraña —como yo, tres décadas después—, quién ese muchacho que quería ser lo que debía —lo que creía que debía— a cualquier precio, quién ese hombre que ganaba donde no le importaba y perdía en todo el resto, quién ese viejo de cincuenta y tantos que entendió que se le había acabado —y una noche trató de confirmarlo. "He tenido una buena vida...", empezaba el papel que me dejó: yo sólo espero que haya sido cierto.

Nunca podré saberlo. Me habría gustado tanto conocer a mi padre.



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